Salmo responsorial: Salmo 33
Segunda lectura: 2 Tim. 4,6-8.16-18
Evangelio: Lc. 18, 9-14
Sobrevivir en la fe, en estos frágiles tiempos, pide
de nosotros una constancia y una determinación digna de un mártir. Los ritmos
de la vida, los continuos tirones que nos alejan de la visión evangélica, en concreto
un cada vez mayor y sutil desaliento, nos impide vivir con serenidad nuestro
discipulado cristiano.
Un cristiano adulto con familia, si logra desembarazarse
de la organización de la vida cotidiana (trabajo, escuela, gastos…)
difícilmente logra organizarse una vida interior que vaya más allá de la Misa
dominical. Y eso cuando le encaja bien.
Pero si no logramos cada día encontrar un
espacio, aunque sea pequeño, de oración e interioridad, no lograremos conservar
la fe.
La oración
cristiana
La oración es una cuestión de fe: es creer que
el Dios que invocamos no es una especie de sumo organizador del universo que,
si lo corrompemos, hasta podría concedernos lo que le pedimos. Dios no es un poderoso
al que tenemos que halagar, un juez corrupto al que tengamos que convencer, no
es un subsecretario al que pedimos recomendaciones, sino un padre que sabe lo que
necesitamos.
Si nuestra oración fracasa -parece que nos dice
Jesús- es por falta de insistencia. O por
falta de fe.
Hoy, con la ácida parábola del publicano y el
fariseo, se nos sugiere otra pista de reflexión.