Salmo responsorial: Salmo 33
Segunda lectura: 2 Tim. 4,6-8.16-18
Evangelio: Lc. 18, 9-14
Sobrevivir en la fe, en estos frágiles tiempos, pide
de nosotros una constancia y una determinación digna de un mártir. Los ritmos
de la vida, los continuos tirones que nos alejan de la visión evangélica, en concreto
un cada vez mayor y sutil desaliento, nos impide vivir con serenidad nuestro
discipulado cristiano.
Un cristiano adulto con familia, si logra desembarazarse
de la organización de la vida cotidiana (trabajo, escuela, gastos…)
difícilmente logra organizarse una vida interior que vaya más allá de la Misa
dominical. Y eso cuando le encaja bien.
Pero si no logramos cada día encontrar un
espacio, aunque sea pequeño, de oración e interioridad, no lograremos conservar
la fe.
La oración
cristiana
La oración es una cuestión de fe: es creer que
el Dios que invocamos no es una especie de sumo organizador del universo que,
si lo corrompemos, hasta podría concedernos lo que le pedimos. Dios no es un poderoso
al que tenemos que halagar, un juez corrupto al que tengamos que convencer, no
es un subsecretario al que pedimos recomendaciones, sino un padre que sabe lo que
necesitamos.
Si nuestra oración fracasa -parece que nos dice
Jesús- es por falta de insistencia. O por
falta de fe.
Hoy, con la ácida parábola del publicano y el
fariseo, se nos sugiere otra pista de reflexión.
El fariseo
y el estorbo del corazón
Los fariseos eran devotos de la ley, trataban de
contrarrestar el relajamiento general del pueblo de Israel, observando escrupulosamente
cada norma de la ley de Dios, por pequeña que fuera. La lista de prácticas que
el fariseo hace ante Dios es correcta: ¡el fariseo, celosamente, paga el diezmo
de sus ingresos, no solamente, como todos, del sueldo, sino incluso de las
hierbas de infusión y de las especias de cocina!
Todo buen cura querría tener, entre sus
feligreses, al menos un fariseo: ¡con el diezmo del sueldo llenaría de prisa la
caja parroquial! ¿Cuál es, entonces el problema del fariseo?
Es sencillo, nos dice Jesús, el fariseo está tan
lleno de su nueva y brillante identidad espiritual, tan consciente de su bondad,
tan lleno de su ego espiritual (el más difícil de superar), que Dios no sabe por
dónde meterse: no hay sitio para Dios en el corazón del fariseo.
Peor aún: ¡en lugar de enfrentarse con el
proyecto, espléndido, que Dios tiene sobre cada uno de nosotros, y sobre él, se
enfrenta con quien lo hace peor, con aquel publicano, allí en el fondo, que no
debería permitirse ni siquiera entrar en la iglesia!
Éste es el núcleo de la cuestión: ¡es necesario ponernos
en serio –en serio- a la búsqueda de Dios. Deseamos intensamente conocerlo,
convertirnos en discípulos, pero no logramos crear un espacio interior
suficiente para que Él pueda manifestársenos. Con la cabeza y el corazón atascados
de preocupaciones, de deseos, de pensamientos… no logramos hacer espacio a Dios
dentro de nosotros.
O bien nos ocurre que, después de una
experiencia impactante -que sé yo: un retiro, una peregrinación- sentimos su
presencia con fuerza, pero, una vez vueltos a casa, nuestra cabeza se rellena
de las preocupaciones de este mundo.
No es sólo problema de orgullo. Es una
complicación de la existencia, de una vida que no logra salir fuera del agujero
negro en que se ha metido.
Sugerencias
de publicano
Mirando al publicano, podemos encontrar algunas
sugerencias, que tal vez suenen incómodas, pero necesarias, para salir del
agujero:
-
Si
no logro acotar en mi jornada un cuarto de hora de absoluto relax, de vacío
mental, a lo mejor después de una bonita carrerita o un paseo por el parque, si
no hago silencio a mi alrededor (apago la tele, desconecto el móvil…).
-
Si
no preveo, al menos de vez en cuando, evitar un día en la cola de la autopista
para ir a descansar (así sucede normalmente), me costará encontrar un lugar en el
que Dios se esté.
Lo sé, hoy resistir cuesta: la jornada está llena
de compromisos indispensables para sobrevivir y, cuando hay hijos pequeños, se complican más las
cosas.
Pero creo que es posible crear cada día una “zona
de desierto” en nuestra vida. Si sois parejas, a lo mejor, podéis hacer turnos
de atención a los niños, para preservar los micro-espacios de relax interior… No
tenemos espacio para la interioridad: éste es el problema.
Vacío
El publicano, en cambio, tiene de este espacio en
cantidad.
El dinero que ha ganado con deshonestidad, el
odio de sus conciudadanos (es un colaboracionista de los romanos), la impresión
de haber fracasado en sus opciones, crea un vacío dentro de él, un vacío que sólo
Dios sabrá llenar. Consciente de sus límites, los confía a Dios, pide con
verdad y dolor, que Dios lo perdone. Y así ocurre.
Existe un modo, lleno de arrogancia, de vivir y
de ser discípulos, con un ego desmedido, lleno de certezas para echar en cara a
los otros, basta con ver el nivel de choque político e ideológico que
vivimos,
Existe un modo de vivir y de ser discípulos
lleno de búsqueda y de humildad, con ganas de escuchar y de entender, de seguir
buscando, incluso aunque ya se haya encontrado al Dios.
El Evangelio de hoy nos exhorta a dejar un poco de
espacio a Dios, a no presumir, a no ser pretenciosos, a no perder el tiempo
enumerando nuestras virtudes.
Circunstancias
históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a
los católicos especialmente proclives a la tentación farisaica. Por eso, hemos
de leer la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos
mejores que los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no
practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de
los pecadores? ¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir
convirtiéndonos a Dios?
Recientemente,
ante la pregunta de un periodista, el Papa Francisco hizo esta afirmación:
“¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. Sus palabras han sorprendido a casi
todos. Al parecer, nadie se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de
un Papa católico. Sin embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante
Dios.
Estamos todos desnudos ante Dios, todos somos mendigos,
todos pecadores. No podemos juzgar, si no es desde el límite, si no es desde el
último puesto en el que el Hijo de Dios ha querido habitar.
Una vez más, Dios nos pide a cada uno de
nosotros autenticidad, capacidad de presentarnos ante Él sin papeles, sin
máscaras, sin paranoias.
Dios no necesita buenas personas que se
presentan ante él para conseguir una palmadita consoladora en el hombro, sino hijos
e hijas que quieren estar con el padre, en una absoluta y, a veces, dramática
autenticidad.
Ésta es la condición para conseguir, como el
publicano, la conversión del corazón. Que el Señor nos la conceda a todos. Así
sea.
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