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domingo, 10 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloC)


Primera lectura:  2 Mac 7, 1 -2. 9-14
Salmo responsorial: Salmo16
Segunda lectura:  2 Tes 2, 16 - 3, 5
Evangelio:  Lc 20, 27-38

El levirato era una norma mosaica difícil de entender desde nuestra sensibilidad contemporánea. El sentido de pertenencia al clan familiar era tan fuerte en Israel, que un cuñado tenía que dar un hijo a la viuda del propio hermano, si éste moría sin dejar descendencia. El hijo nacido de esa unión habría de tomar el nombre del difunto, garantizando así una descendencia a la familia. Esta norma, todavía practicada en entornos ultra ortodoxos en Israel, da a los saduceos la ocasión de poner en dificultad a Jesús.
La ocasión nace de una discusión entre Jesús y los saduceos. (¡Dichosas discusiones en las que, hoy como entonces, se trata de engolar la voz para escuchar el propio ego mientras se habla y se presume de cultura, sin realmente ponerse en juego!)
Los saduceos, a diferencia de los fariseos, representaban el ala aristocrática y conservadora de Israel; consideraban la doctrina de la resurrección de los muertos una inútil añadidura a la doctrina de Moisés, que había crecido lentamente en la reflexión del pueblo y formulada definitivamente sólo en tiempo de la revuelta de los Macabeos, de la que se habla en la primera lectura.
Así, cruzando la teoría no compartida de la resurrección con la costumbre del levirato, le proponen a Jesús un caso paradójico: la famosa historia de la viuda "matamaridos."

La viuda matamaridos.
El caso es ridículo: una mujer queda viuda siete veces, y es dada en matrimonio a siete hermanos, (¡parece un musical!) pero no consigue descendencia;  ¿una vez resucitada, de quién será mujer?
Jesús desvía la cuestión a otro plano, invita al auditorio a no poner la mirada en una visión que proyecta en el más allá de la muerte, las ansiedades y las esperas de la vida terrenal.
Jesús propone una nueva dimensión: la resurrección, en la que Jesús cree, no es la continuación de las relaciones terrenales sino una nueva dimensión, una plenitud iniciada y nunca concluida, que no destruye los cariños. No se trata de una reencarnación (hoy tan de moda); somos únicos ante de Dios, no somos reciclables, y la vida no es un castigo del que huir, sino una oportunidad para reconocernos y crecer siempre más, una oportunidad que  nos empuja a tener confianza en un Dios dinámico y vivo, no embalsamado. En el reino definitivo de Dios nos reconoceremos, pero seremos todos en el Todo.

¿Hallowen? No, gracias.
La pasada semana hemos celebrado la memoria de nuestros queridos difuntos, desgraciadamente sobrepuesta y confundida con la espléndida y alegre Solemnidad de Todos los Santos.
Nuestro tiempo tiende a olvidar y a banalizar la muerte: cada día son mostradas decenas de muertos, verdaderos o simulados, en las pantallas de TV, en realidad, sólo reflexionamos sobre la muerte cuando nos toca el pellejo.
La tradición de Hallowen, desembarcada prepotentemente en Europa y convertida -obviamente- en un excelente negocio, es una tradición anterior a la cristiandad y que el cristianismo ha "bautizado", haciendo coincidir la fiesta celta del fin del verano, con la reflexión sobre el fin de la vida. Su éxito revela que nuestra catequesis y predicación sobre la muerte y la resurrección resultan inadecuadas a nuestro tiempo y pobre en lenguajes significativos y comprensibles.
Jesús cree firmemente en la resurrección de los muertos. La Sagrada Escritura ha meditado largamente sobre la muerte, llegando a la doctrina de la inmortalidad. Hemos sido creados inmortales: nuestro cuerpo, que hemos de cuidar y proteger, encierra una parte más espiritual, interior, que los cristianos llamamos "alma." El alma es el manantial del pensamiento, la custodia de los sentimientos, la morada de mi identidad y diversidad. El alma sobrevive a la muerte y llega hasta Dios, para presentarse en su presencia.

Novísimos
Dios no tiene otro deseo que nuestra felicidad, nuestra plenitud. Pero nos deja libres para elegir. Esta vida, que nos es dada para descubrir nuestra llamada, para desenterrar el tesoro escondido en el campo, puede ser vivida en conciencia y en amor de Dios, o en el olvido de todo ello.
 Jesús no se dedicó a hablar mucho de la vida eterna. No pretende engañar a nadie haciendo descripciones fantasiosas de la vida más allá de la muerte. Sin embargo, su vida entera despierta esperanza. Vive aliviando el sufrimiento y liberando del miedo a la gente. Contagia una confianza total en Dios. Su pasión es hacer la vida más humana y dichosa para todos, tal como la quiere el Padre de todos.
Ante Dios, si queremos expresarlo de modo clásico, se nos dará un tiempo para aprender a amar -el purgatorio- o seremos abrazados y colmados por la totalidad de Dios -el paraíso- o  (Dios no lo quiera) seremos libres de rechazar la luz,  - lo que nosotros llamamos "infierno"- el lugar dónde se tiene la ausencia total de Dios.
A la vuelta del Mesías, en la plenitud de los tiempos, hallaremos transfigurados nuestros cuerpos, que ahora conservamos con dignidad en lugares llamados "dormitorio", en griego "cementerio."
Pero la eternidad ya ha comenzado con la resurrección de Jesucristo. Puedo vivirla y alegrarme de ella, puedo reconocerla y desarrollarla en esta tierra, o dejarla morir bajo un cobertor de polvo y preocupaciones.
El rasgo más preocupante de nuestro tiempo es la crisis de esperanza. Hemos perdido el horizonte de un futuro último y las pequeñas esperanzas de esta vida no terminan de consolarnos. Este vacío de esperanza está generando en bastantes la pérdida de confianza en la vida. Nada merece la pena. Es fácil entonces el nihilismo total.
Estos tiempos de desesperanza, ¿no nos están pidiendo a todos, creyentes y no creyentes, hacernos las preguntas más radicales que llevamos dentro? Ese Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado y por el que muchos siguen preguntando, ¿no será el fundamento último en el que podemos apoyar nuestra confianza radical en la vida? Al final de todos los caminos, en el fondo de todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros interrogantes y luchas, ¿no estará Dios como Misterio último de la salvación que andamos buscando?
¡Seamos inmortales, no esperemos a estirar la pata para pensar en una eternidad que ya está aquí y ahora!


El Dios de vivos
El Dios de Jesús es el Dios de vivos, no de muertos.
¿Creo yo en el Dios de los vivos? ¿Y yo, estoy vivo?
Sólo creo en el Dios de los vivos si la fe es búsqueda y no una cansina costumbre, no un doloroso e inquieto deseo, no un aburrido deber; si es impulso fervoroso y oración, no un ritual  o una superstición.
Dios está vivo si me dejo encontrar como Zaqueo, o convertir como Pablo, que  nos dice que, después de su encuentro con Cristo, ya nada es como antes. Creo en un Dios vivo si acojo la Palabra viva que me descoloca, me interroga y me da respuestas.
Creo en el Dios de vivos si escucho a cuantos me hablan bien de Él, a cuantos aman, gracias a Él.
Un montón de gente cree en el Dios de vivos, y trabaja y sufre para que todos tengan vida, sea donde sea y quienesquiera que sean. Una nube de testigos nos rodea.  Como la madre de la primera lectura que anima a sus hijos al martirio antes que abjurar de la fe, como los demasiados mártires cristianos de hoy día, víctimas de falsas ideologías religiosas (en África, Asia y Oriente Medio, sin ir más lejos), o como los que trabajan con fatiga día a día por la paz.

La fe se nos está quedando ahí, arrinconada en algún lugar de nuestro interior, como algo poco importante, que no merece la pena cuidar ya en estos tiempos. ¿Será así? Esta respuesta es decisión de cada uno. ¿Quiero borrar de mi vida toda esperanza última más allá de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia, confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que andamos buscando ya desde ahora? ¿Quiero –por fin- vivir resucitado? Respondámonos con sinceridad en nuestro interior.

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