Primera Lectura: Is 62,1-5
Salmo Responsorial:
Salmo 88
Segunda Lectura: Hech13, 16-17.22-25
Evangelio: Mt 1, 1-25
Navidad,
fiesta de la alianza amorosa
Acabamos de escuchar en la lectura del profeta Isaías que Jerusalén,
la ciudad destruida y prostituida por sus enemigos, desterrada y solitaria,
infiel y pecadora, es, a pesar de todo, invitada por Dios a unirse a Él
en una alianza de amor, como una novia virgen y joven.
Es ésta una de las más bellas imágenes de lo que es Navidad, día
en el que brilla desbordante el apasionado amor de Dios hacia los hombres; el
total y absoluto amor, más fuerte que la misma infidelidad.
Hoy se nos dice que no es cierto que Dios castigue nuestro pecado
y desprecie nuestra pequeñez. El Dios de Jesús, no conoce el
resentimiento ni la venganza. Todo él vibra como un novio en la noche de
bodas. Y en esta Vigilia de Navidad, la novia es la humanidad; mujer de
cuyo seno brota y surge el bello fruto de la libertad, de la paz, de la
justicia y de la alegría.
El esposo divino hoy invita a su mujer humana a vivir amando, a
amar gozando, a gozar entregándose. Y nosotros lo intuimos bastante bien
al considerar este día como una de nuestras fiestas populares más grandes
y más bulliciosas, además de ser la más íntima y más familiar del año. Es
la noche de bodas de Dios y la humanidad.
Los cristianos, tan acostumbrados a llamar Padre a Dios, hemos
olvidado ese otro nombre con que la Biblia invoca a Dios: ESPOSO. Es cierto que
a los hombres nos cuesta sentirnos «la esposa» de Dios, cumpliendo un
papel femenino ante su masculinidad. Pero más allá de las palabras y el
género, está la realidad profunda: dos esposos son dos seres que se unen
en una empresa común: amarse y gozar, crecer y hacer crecer. La figura del “padre”
siempre nos deja la impresión de autoridad, de severidad, de poder y,
desgraciadamente, hasta de castigo. No así la de “esposo”: nuestro Dios
se nos acerca seduciéndonos, sin gritos ni amenazas, enamorado de la raza
humana, atrapado por nuestra condición humana. Tanto se enamora que se
vuelca totalmente y se hace “hijo” de la tierra, se hace hombre: es Jesús, el
Hijo de Dios. Sentir en esta noche a Dios como esposo, nos lleva, sin duda
alguna, a un cambio muy grande en nuestra concepción de la religión y de
la fe. Al esposo se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte
de uno mismo, la otra mitad de nuestro propio ser. Sólo en la unión con
el esposo la mujer se siente entera, total. Y lo mismo le sucede al
marido.
Navidad nos muestra a este Dios presente en un niño, en todo igual
a los hombres; necesitado de cariño y afecto, de una madre, de gente a su
alrededor... Dios necesita de nosotros, hombres y mujeres. Y nosotros necesitamos
de este Dios, que es la interioridad de nuestra vida, la plenitud de nuestro
ser, la totalidad de nuestro amor.
Jesús es el hijo de Dios, porque es el fruto de su amor. Pero
también es el fruto de la tierra, regalo para la humanidad, la expresión
de un profundo amor que reposa en el seno de una mujer. Así María, en
esta Vigilia, se nos muestra con ese amor delicado, íntimo y total, que tan bien
expresa lo que ha de ser una comunidad cristiana: receptora del Espíritu de
Dios y dadora de la vida de Jesús a los demás.
Celebrar Navidad es poner en el centro de nuestros intereses una
sola cosa: el amor de Dios. El hijo de ese amor es Jesús. Poco importa
quiénes son sus padres. Poco importa de dónde viene ese hombre o aquella
mujer. Poco importa de qué raza, sexo o religión es éste o aquella.. Navidad
nos enseña que todo hombre y toda mujer son expresión de amor y llamada
al amor.
Jesús está entroncado con los hombres y las mujeres que lo
precedieron en una larga cadena que culmina en José y María (Mt 1,1ss). Jesús
pertenece a la historia de la humanidad, es totalmente hombre y con esa
misma totalidad se comprometió con la historia de su pueblo. Jesús no es
una abstracción, no es un mito o una leyenda, no es una abstracta
doctrina ni un frío código de moral... Es una realidad histórica; es la presencia
salvadora de Dios en la historia. Ya nadie puede afirmar que Dios sigue
en las nubes o en los libros; que está alejado de nuestras preocupaciones
o que sólo nos espera en el más allá. Dios, desde el nacimiento de Jesús, está en el
más acá.
La Navidad hoy nos desafía.
¿Y si Jesús no naciera esta noche? ¿Es una
hipótesis tan improbable? Estamos tan acostumbrados a poner la Navidad en
nuestros programas y en nuestros calendarios que ni siquiera se nos pasa por la
cabeza una hipótesis de este estilo. Sin embargo el riesgo de una Navidad sin
Jesús que nace está más presente de lo que uno puede creer. En efecto para
muchos la Navidad, a estas horas, es algo ya casi pasado. Se acabó – o se está
acabando - con las últimas compras y los últimos regalos adquiridos en la
última tienda que ha bajado los cierres metálicos. Es verdad que queda la misa
de medianoche, pero también para algunos puede no ser más que una formalidad.
La historia habitual desde hace dos mil años, cargada siempre de sugestión y de
poesía. La habitual invitación a ser un poco mejores y más atentos a las
necesidades de los pobres.
Tal vez para tantos será una Navidad sin
novedad, sólo una vuelta al pasado, barnizada de un “buenismo” que no se hace
nunca presente. Probablemente nadie, o más bien pocos esperan que Jesús nazca
de nuevo, que se haga de nuevo un ser humano. Y si Jesús no nace, todo queda
como antes. La Navidad sólo será un día de recuerdo de alguien que ya no está.
La esperanza de los pobres será poco más que una ilusión… y el comienzo de una
humanidad nueva quedará diferido una vez más. Hace falta nuestro “material
humano”, nuestra implicación, que convierta la Navidad en una buena noticia,
hace falta un prodigio más grande todavía que el de hace dos mil años, algo que
sólo Dios puede realizar. Si Jesús no nace, esta noche será como todas las
otras noches y mañana sólo será un día más del calendario. Reflexionemos. El
riesgo de que Jesús no nazca es un riesgo real que está en el corazón de cada
uno.
¿Te sientes desposado, o desposada, con Dios que
te ama apasionadamente? ¿Ha nacido ya Jesús en tu corazón?
No debemos dormir la
noche santa
Velemos su nacimiento. La tradición española es
muy rica en la expresión íntima de esta noche santa en villancicos, letrillas y
canciones. Dos villancicos que nos ayuden a velar, con María, José y los
pastores, el nacimiento del Hijo de Dios.
No la debemos
dormir
la noche santa,
no la debemos
dormir.
La Virgen a
solas piensa
qué hará
cuando al Rey
de luz inmensa
parirá,
si de su divina
esencia
temblará
o qué la podrá
decir.
No la debemos
dormir
la noche santa
no la debemos
dormir.
(Fray Ambrosio de
Montesinos s. XVI)
*****
Caído se
le ha un clavel
Hoy a la
Aurora del seno
¡Qué
glorioso que está el heno,
Porque ha
caído sobre él!
(Luis de Góngora, s.
XVII)
¡FELIZ Y
SANTA NOCHE!
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