Primera Lectura: Eclo 15,15-20
Salmo Responsorial:
Salmo 118
Segunda Lectura: 1 Cor2, 6-10
Evangelio: Mt 5, 17-37
En muchas ocasiones nos preguntamos cuál es la
originalidad de Jesús y del Evangelio y, en consecuencia, aquello que más nos
identifica a sus seguidores. Originalidad respecto a la tradición religiosa de
su pueblo y originalidad en relación a cualquier oferta que hoy se nos
presenta. Podemos afirmar que en Jesús hay una continuidad con la religión
judía y, al mismo tiempo, una ruptura con ella, porque presenta una visión de Dios
y del hombre, de la ley y su cumplimiento, completamente nueva. Ciertamente,
todo un cambio de perspectiva que provoca reacciones contradictorias a los que
escuchan a Jesús, desde el máximo atractivo hasta un persistente rechazo.
Así
podemos entender mejor las primeras palabras que hoy hemos escuchado al mismo
Jesús: «No creáis que he venido a abolir
la Ley y los profetas, sino a dar plenitud».
Jesús desmonta pieza a pieza todo lo que los
devotos de su tiempo, y de siempre, pensaban que era lo esencial de la fe. Jesús
se permite corregir, mejor aún, reconducir al origen la Ley que Dios ha dado a
los hombres, y nos desvela muchas cosas de Dios, de Jesús, y de nosotros.
De Dios
Nos dice que Dios sabe cómo funcionamos, que nos
ha creado y su Palabra, su Ley, los “mandamientos”, no son otra cosa que
indicaciones para nuestro buen funcionamiento. Dios no se entretiene con hacer
que nos volvamos locos, poniéndonos estacas en el camino y haciéndonos sufrir, al
proponernos conductas irreprensibles, y aburridas. Dios no está celoso de
nuestra libertad y por eso nos la limita. Simplemente sabe cómo funcionamos, y
desea intensamente llevarnos al manantial de la bienaventuranza y del bien.
Dios es el colaborador de nuestra alegría: es el pecado el mal que nos hace daño.
¡Qué bonito es pensar que Dios se ocupa realmente
de nosotros! ¡Y que, él sí, se preocupa de todo corazón por nuestro bien!