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sábado, 1 de abril de 2023

DOMINGO DE RAMOS (Ciclo A)


 Primera Lectura: Is 50, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 21
Segunda Lectura: Fil 2, 6-11

Jesús sube sobre de un pollino que trepa decidido por la ladera de la colina, por una calle empinada que rodea los imponentes muros, para entrar en la ciudad santa. La gente lo reconoce, algunos niños corren delante de él, algunos cortan ramas de palma y de olivo, alguien grita “Hosanna” (= sálvanos ya). El Mesías llega. Jerusalén, tu rey llega, tu salvador.

Llega desde el monte de los olivos, porque de allí habría de llegar la salvación, cabalgando en un pollino de burra, como había profetizado Zacarías. Un Rey de burla, al que no se le toma en serio. Jesús entra en la ciudad que mata a los profetas.

 Habituados

Estamos tan acostumbrados a la muerte de Dios, tan llenos de reflexiones, meditaciones y cansadas prédicas sobre la salvación, tan habituados a tener todo claro, todo aprendido, que parece que no necesitemos más. A lo más, alguna emoción fuerte hecha posible por las nuevas tecnologías y de los efectos especiales, como la pasión sanguinaria y sanguinolenta de aquella película de Mel Gibson, pero nada más.

Y asistimos una vez más al inmenso regalo que Dios nos hace, como si tal cosa, como es debido. Hacemos de él un acontecimiento banal, casi rutinario; presente pero débil, dado por descontado pero inútil. Peor aún: nos paramos en la cáscara, escuchamos y decimos palabras de las que no conocemos realmente el sentido, y no calamos más.

Jesús ha muerto por nosotros, pero pocos sienten la necesidad de salvación. Él ha muerto por nuestros pecados, pero nosotros estamos más atentos a subrayar los pecados de los otros que los propios. Él se nos ha regalado a sí mismo, pero no sabemos qué hacer con este regalo que se nos da.

¡Ojalá tuviéramos el ánimo de volver a aquellos días de Jerusalén, de revivirlos, de dejarnos interrogar y conmover!

¡Ojalá tuviéramos el ánimo de atrevernos penetrar en los Evangelios, de sacarles la pátina de incienso que los envuelve, para mirar a los ojos al Nazareno que ha decidido entregarse hasta el final!

El espectáculo está listo, todos los protagonistas están en su sitio. Comienza la muerte de Dios. Comienza la Semana Santa.

Elección

Jesús siente que llega al final de sus intensos tres años con las manos vacías: la humanidad no ha entendido nada. Sus discípulos, admirables y queridos, están firmes en la contradicción del poder y la gloria, prisioneros de sus propios límites; los jefes religiosos advierten la fuerza desestabilizadora de su predicación; la multitud sigue el viento de la moda que sopla. Jesús no tiene ninguna posibilidad de conseguir nada, su apuesta está perdida. Todo el amor que ha dado no ha servido para nada, no ha bastado ni fue suficiente.

 Quizás tenía razón el maligno enemigo, allá en el desierto: ese modo de obrar era demasiado ingenuo. ¿De veras Dios creía que podía tratarse con los seres humanos de igual a igual? ¿Qué podía abrir sus corazones con una sonrisa? ¿Qué servía de algo presentarse vulnerable?

Ante esto no queda más que hacer: escapar, renunciar, tirara la toalla.

El regalo

O quizás, también, dejarse pisotear hasta morir. Dejar que las tinieblas venzan, dejar que las cosas tomen su curso. Atreverse a ello hasta morir colgado de una cruz. Hasta el exceso.

Porque una cosa es decir: “¡Dios os quiere!”, y otra cosa es morir.

Una cosa es decir: “¡El Padre os perdona!”, y otra muy distinta colgar desnudo de un madero. Y allí, desde el madero, perdonar.

Una cosa es hablar, y otra morir gritando.

¿Entenderá esto la gente? ¿O será Dios uno de los muchos derrotados y olvidados de la historia?

Lo que se juega en esta historia de Jesús es algo inmenso: es la existencia misma de Dios.

¿Cuántos crucificados han muerto en la historia antigua? ¿Quinientos mil? ¿Un millón? ¿De cuántos de ellos recordamos su nombre y su vida? De ninguno.

El riesgo que Dios corre con este gesto es desaparecer para siempre. Aunque el hombre seguiría imaginándose a Dios como un rostro en el que proyectar sus propio deseos, o sus propios miedos.

Jesús acepta, corre el riesgo, se entrega. Quizás sea todo inútil, como ya le advirtió el enemigo tentador en el huerto de los olivos. Quizás.

La agonía de Jesús, en el huerto de los olivos sudando sangre, está provocada por esa elección. No por el dolor que Jesús tiene que afrontar, no por el sentimiento de abandono por parte de los suyos, no. El dolor inaudito que Jesús experimenta nace de la duda sobre la inutilidad de su elección definitiva.

El tentador, que vuelve ahora cuando ha llegado la hora, trata de desanimarlo: “todo esto es inútil.” Inútil: ¿no ves que están llegando para arrestarte? Inútil: los tuyos están ahí durmiendo, no han entendido la gravedad de la situación. Inútil: las personas no cambiarán nunca.

Sin embargo, Jesús acepta su misión, corre el riesgo, se entregará. Morirá.

Allí, colgado de la cruz, Dios se manifiesta inequívocamente, no hay posibilidad alguna de ambigüedad.

El corazón de la pasión de Cristo es el amor, no la violencia. Jesús muere confiándole al Padre el propio corazón, y entregándonos el Espíritu.

Dios es evidente: manifiesto, mostrado, desnudo. Dios es así, amigos: se ha rendido. A nosotros, ahora, nos toca mover ficha.

Estad

Una humilde invitación: Venid y estad.

En la pobreza de nuestras asambleas, recortando espacio y tiempo a nuestros mil apremiantes empeños de la vida, venid y estad. El Jueves por la tarde en la Misa que nos recuerda la institución del Eucaristía, el Viernes en la gran y atormentada celebración de la Cruz, el Sábado en la larga y luminosa noche de la Resurrección. Tres días que nos acompañarán, espero, a repetir nuestra fe, a redescubrir el regalo de Dios, a cambiar nuestro modo de vida.

Tengamos ánimo, en estos días, de ponernos en juego, de identificarnos como cristianos. Es la Pascua del Señor.

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