Primera Lectura: Hch 6, 1-7
Salmo responsorial: Salmo 32
Segunda lectura: 1 Pe 2, 4-9
Evangelio: Jn 14, 1-12
No debemos tener miedo, dice Jesús. Y utiliza el
verbo indica que el temor suscitado por la tormenta en el mar.
Es cierto. En las vicisitudes de la vida muchas
veces nos sentimos como en medio de una tormenta, incapaces de gobernar el
barco. El clima de tensión que vivimos, la inseguridad económica, la
desintegración de los valores, la insignificancia de la Iglesia en la sociedad,
no hace más que cargar el ambiente. Da la sensación de estar en el final de una
era.
No tengamos miedo, nos insiste el Señor, confiemos
en él, que nos prepara un lugar en la casa del Padre. En medio de las
vicisitudes de la vida el Señor Jesús nos muestra el camino para descubrir el
verdadero rostro de Dios y, en consecuencia, el rostro de nosotros mismos.
Son palabras fuertes las que la liturgia nos ofrece
hoy; las palabras pronunciadas por Jesús, según el evangelista Juan, durante su
última cena, una especie de testamento para los discípulos.
¿Cómo?
A Tomás, Jesús le indica un recorrido, un
camino. En los comienzos de la Iglesia, los cristianos eran llamados “los del
camino”, los que seguían un camino. En cambio, hoy en día, muchos conciben la
fe como una casa, un templo, un refugio, un bunker, un paquete de verdades inamovibles
en las que creer. No deja de ser curioso.
Sin embargo, el cristianismo es algo dinámico, que
está siempre en camino, ¡alguien que sigue a quien no tiene donde reclinar la
cabeza no puede pretender ser un cristiano de una vez para siempre!
Jesús responde al desconcertado Tomás, que acaba
de enterarse pero no del todo, que el Señor va delante de nosotros, que va a siempre
más allá, que no nos deja solos, sino que nos invita a arremangarnos para la
tarea.
Para mantenernos creyentes, dice Jesús, debemos
confiar en que él es el camino, la verdad y la vida.