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sábado, 10 de junio de 2023

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (Ciclo A)


 Primera Lectura: Dt 8, 2-3.14b-16a
Salmo Responsorial: Salmo 147
Segunda Lectura: 1 Cor 10, 16-17
Evangelio: Jn 6, 51-58

Al preparar la homilía de hoy he experimentado a la vez alegría y pena. Alegría por la profunda fe que mantengo respecto a la presencia de Cristo en el misterio de la Eucaristía, por la conciencia que he ido adquiriendo, a lo largo de mi vida, de la profundidad desconcertante de aquel pobre gesto de la última cena, de la rareza de nuestro Dios y de la ingenuidad de Jesús de Nazaret.

Alegría por el amor que más de una vez me ha embargado participando en la eucaristía y celebrándola. Alegría por la presencia de Cristo tangible, evidente, palpable que he tenido la gracia inmensa de experimentar en algunos momentos de mi vida, en un contexto de oración y escucha de la Palabra.

Pena profunda, incómoda y obstinada, porque cuando hablo de esto a las personas que comparten conmigo la fe en el Resucitado, a los cristianos, siento a menudo cierto desacuerdo e incomprensión. Pena por el clima para nada fraterno que he observado en más que una comunidad cansada y deprimida, cerrada e impermeable.

Pena porque la cumbre que es la eucaristía y que debería ser manantial y cima de nuestra vida de fe, amenaza ser para muchos la única débil pertenencia al cristianismo, una cumbre sin base, privada de lo esencial, que se reduce a un cerro esmirriado de cumplimiento de un precepto.

He celebrado miles de misas en mi vida, millares de veces he hecho presente – siempre indigno, a veces incrédulo y despistado - la inmensidad de Dios. Y todavía me asombro.

Hacer memoria

Recuerda, dice Moisés al pueblo en la primera lectura que hemos escuchado, haz memoria de tu camino. Haz memoria de la esclavitud y de la libertad, y de los costes que supone llegar a ser libre, de los desiertos que hay que atravesar para despojarse de todas las superestructuras – sociales, religiosas, culturales - que te impiden creer y amar desde la desnudez del ser. Haz memoria, dice Moisés al pueblo, del hambre que pasaste y del pan que recibiste, el pan del camino, el “maná”.

Aquel alimento que no tenía nada que ver con los ajos y cebollas de Egipto. Aquella comida inesperada y misteriosa que la gente aceptaba como dada directamente por Dios.

Tenemos que alimentarnos. Con la comida, por supuesto, pero también con el afecto, con la luz, con el sentimiento, con la felicidad. Y este alimento nos falta: ¡cuántas personas mueren de inanición espiritual! ¡Cuántas se van apagando interiormente! Nos falta el alimento que nos permite caminar, que nos permite comprender el gran misterio que es la existencia de cada uno de nosotros.

Es Dios quien nos da el pan del camino hacia la plenitud, hacia la eternidad, hacia la luz. Es Dios mismo quien se hace pan. Un pan capaz de hacernos y mantenernos unidos.

Cada domingo nos juntamos en obediencia al mandato del Señor, en obediencia a aquellas imperiosas palabras: “Haced esto en conmemoración mía” pronunciadas durante la Última Cena, para dar un sentido a nuestra semana y a nuestra vida, para orientarla hacia lo verdadero y lo bueno, para leer los miles de situaciones de nuestra vida en la perspectiva de Evangelio.

Esto es ante todo la eucaristía: un memorial, una terapia contra el olvido, una consciente y enérgica sacudida que nos permite volver a encontrarnos con nosotros mismos y con la sonrisa de Dios. A pesar de todo.

Reunirse

La comunidad de Corinto era una comunidad viva, pero también muy peleona. Personas de diferente carácter, de diferentes estratos sociales luchaban entre sí, incluso después de haber encontrado al Señor, y buscaban con empeño el encontrar razones suficientes para construir la comunión.

Tal como ocurre hoy, cuando a veces da la impresión de que la Iglesia perteneciese a alguna formación externa más que a ella misma, con una imagen creciente de rivalidad, sobre todo en lo político, con una contraposición entre experiencias diversas, entre entusiastas y prudentes, entre conservadores y progresistas.

No hay más que darse un paseo por Internet y las redes sociales para darse cuenta, por desgracia, de que incluso entre cristianos se eleva el tono del insulto, se asignan licencias de ortodoxia, se defienden o atacan papas o concilios, ritos o líderes carismáticos. Y los que se creen, farisaicamente, los mejores son desgraciadamente los más virulentos.

Pablo, ante una situación semejante, tiene una feliz intuición: si estamos tan divididos, comamos entonces el pan fragmentado que nos une. El pan partido y repartido nos devuelve a la unidad, a lo esencial, al meollo de la fe.

Somos cristianos porque Cristo nos ha llamado y elegido. La Iglesia no es un club de buena gente que reza a Dios, sino la comunidad de los diversos, de los diferentes, incluso de los pecadores, reunidos en la unidad. La Eucaristía es el catalizador de esta unidad.

Absolutamente cierto. Nada ni nadie podría reunir cada domingo en España ocho millones de personas, ancianas, parejas, jóvenes (pocos, es verdad), personas de cultura diferente, de preferencias políticas y futbolísticas diferentes, todos, de algún modo, seducidos por Jesús de Nazaret.

El partir el pan nos hace uno, una unidad que debería hacerse notar, al menos un poco, afuera, en el mundo exterior, convirtiendo la eucaristía en vida, poniendo a prueba la verdad del gesto que celebramos aquí dentro. Nuestro mundo tiene una enorme y urgente necesidad de unidad, de esperanza, de diversidad armonizada alrededor de un sueño: el sueño del Reino de Dios.

En cambio, los cristianos nos mostramos enfrentados y remisos, los que somos portadores de la luz de Cristo, languidecemos como una llama vacilante.

Intimidad

Haciendo memoria, creando unidad, nos encontramos interiormente, espiritualmente, con la inmensidad de Dios. El pan que se nos da es la presencia del Señor, ese pan nos transforma en Cristo, nos hace nuevos, nos une a él. Se produce un intercambio íntimo, profundo, misterioso, entre nuestra pobreza y su inmensa grandeza.

En Abitene, localidad en lo que hoy es Túnez, el año 304 de nuestra era, fueron torturados y martirizados 49 cristianos por desobedecer al emperador romano Diocleciano, que había prohibido a los cristianos conservar las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas. Siendo sorprendidos celebrando la liturgia el domingo, uno de los cristianos, en el interrogatorio, explicó el sentido de su desafío al mandato del emperador: «Sin el domingo no podemos vivir».

Cuando un asombrado procurador romano quiso salvarlos de la pena de muerte invitándolos a no reunirse el domingo, los mártires respondieron: “No podemos dejar de participar en la eucaristía”. ¡Dios mío! ¡a cuánta distancia de aquello estamos nosotros... y no sólo en el tiempo!

Tal vez lo que hemos perdido en nuestras misas no es el atractivo de la ritualidad del latín o la solemnidad de las funciones – que dirían unos -; tal vez no hayamos perdido sólo el equilibrio y la armonía de la celebración – que dirían otros -; quizás no hemos perdido sólo la belleza de las celebraciones, quizás no sólo tengamos que repensar el papel del celebrante y el excesivo énfasis que se pone en la homilía.

No nos hagamos ilusiones: lo que falta todavía en nuestras eucaristías es la certeza profunda de que el Señor se hace verdaderamente presente en ellas. Quizá lo único que nos falta es fe.

No somos santos, desde luego, pero si creemos de veras que Dios está presente en la eucaristía, no faltaríamos a ella aunque quisiéramos.

Convertirse

Oremos por nuestra conversión, para que cada discípulo se abra al misterio, para que cada sacerdote se convierta en transparencia de Dios. Oremos para que no “cosifiquemos” la eucaristía; que ella sea la fuerza detonante en nuestra semana, una saludable aguijada para ser ante todo cristianos más auténticos y verdaderos, más conscientes del misterio inmenso e inabarcable de Dios.

Desde la más apartada favela hasta la más pomposa de las catedrales, desde la aldea de montaña más apartada hasta las grandes masas reunidas con ocasión de los grandes acontecimientos y jornadas, la eucaristía permanece como el regalo más misterioso y enriquecedor de nuestra vida interior.

No apaguemos el Espíritu en nosotros, dejemos que la gracia nos alcance y nos transforme.

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