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sábado, 14 de octubre de 2023

DOMINGO 28º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)


Primera Lectura: Is 25, 6-10
Salmo Responsorial: Salmo 22
Segunda Lectura: Flp 4, 12-14.19-20
Evangelio: Mt 22, 1-14

                  "Los agnósticos, que a causa de la pregunta sobre Dios no encuentran la paz; las personas que sufren a causa de los pecados y que desearían tener un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios de lo que lo que están los fieles rutinarios, que sólo ven en la Iglesia el boato y la ostentación, sin que su corazón sea tocado por la fe."

            Dicha por mí esta afirmación, como comentario al evangelio de los dos hijos, de hace dos domingos, pasaría bastante inadvertida. Dicha por el Papa Benedicto XVI durante la misa conclusiva de su visita a Alemania, hace unos cuantos años, nos deja, de verdad, asombrados y admirados, y denota el frescor y el espíritu evangélico del papa-teólogo, ya fallecido.

            Y la liturgia continúa hoy en la línea de la contraposición entre quien acoge y quién rechaza al Señor; entre quien vive una vida de fachada y apariencia hoy día - también en la fe - y quién se da cuenta de la suerte inmensa que tiene por haber recibido la llamada a trabajar en la viña del Señor. Según el evangelio de hoy, quien ha recibido la invitación al banquete nupcial del Hijo de Dios. Hoy hablamos de boda, que es algo que siempre gusta.

            Banquete nupcial

            Aunque la fiesta nupcial, en estos tiempos, no provoca mucho entusiasmo. Porque este acontecimiento, espléndido por otra parte, como es la decisión de dos enamorados de entregarse al amor, lo hemos reducido a la repetición de un cliché gestionado por una agencia de bodas, mucho más parecido a un plató cinematográfico que a una verdadera fiesta.

            Entiendo que no todos compartirán esta opinión, pero la experiencia indica que son más las bodas en las que se finge una forzada alegría, que las que son auténticamente alegres y gozosas. Quizás por un simple error de base: la fiesta no se puede medir por el número de invitados ni por la ostentación del lujo, sino por lo que se vive desde el corazón, y por la disposición interior de los presentes en aquello que se está celebrando.

            Poneros en la piel de un judío, hace dos mil años: entonces tal vez se comía una vez al día y la boda era la ocasión de la vida para salir de una realidad cotidiana muy dura. El rito de la boda contaba con una semana previa de festejos y un banquete regio. El banquete nupcial, en esa situación, convocaba a una fiesta extraordinaria que resultaba la máxima expresión posible de la alegría terrenal.

            Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete excepcional?

            Y eso es lo dice Jesús en el evangelio que hemos escuchado: encontrar a Dios es la mayor y mejor fiesta en la que una persona pueda participar.

            Aburrimiento mortal

            Eso es el encuentro con Dios: Una estupenda fiesta de bodas.

            No un deber aburrido. Ni una obligación que tengo que cumplir. Ni una penitencia o un sacrificio para merecer el Paraíso que, por otra parte, además es gratuito; y ya se sabe: lo que es gratis no merece mucho la pena. Ni tampoco una forzada reunión de parientes de las que, en ocasiones, quisiéramos prescindir. Ni siquiera una entretenida celebración.

            Pensémoslo bien: nosotros los cristianos, ¿a qué hemos reducido la fe?

            El papa Francisco está preocupado por una predicación que se obsesiona “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está - según él - en que ya “no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio”.

            Bastaría esto para meditar hoy. Preguntarnos si nuestra experiencia de fe se parece más a una boda o a un funeral; a una exultante experiencia de la vida de Dios en nosotros, o a una aburrida ideología, sin frescura y sin vigor. Si es así, hoy podemos recomenzar la extraordinaria experiencia de ser discípulos del Señor Jesús y su Evangelio.

            No, gracias

            La parábola recogida por Mateo mezcla diferentes planos, salta a la vista enseguida, con sus consiguientes inserciones, seguramente tomadas de otros dichos de Jesús.

            La primera parte cuenta el rechazo de los invitados, demasiado ocupados por las cosas de este mundo para pensar en serio en Dios. Mateo, probablemente, se refiere aquí a la parte del pueblo de Israel que no acepta la invitación. Tened en cuenta que el tema de la relación entre Dios e Israel como pacto nupcial está muy presente en la Biblia.

            Pero también podemos actualizar esto muy bien a nosotros hoy. Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios; corremos el riesgo de estar demasiado atareados para perder el tiempo en gozos y alegrías. ¿Es que nos vamos a acostumbrar, poco a poco, a vivir sin la necesidad de alimentar en nosotros una esperanza última?

            Los tópicos religiosos, insoportablemente duros y fomentados por los católicos demasiado devotos, siguen relegando la fe a unas prácticas precisas y detalladas, pero tan aburridas, que se procura realizar las menos posibles.

            ¿Qué cosa mejor tendremos que hacer hoy que dejarnos amar por Dios, que acudir a su banquete de bodas?

            Vestidos harapientos

            La inclusión final de Mateo, sobre el invitado expulsado porque iba vestido de manera inadecuada, está tomada de otro dicho de Jesús. En el contexto eso parece algo completamente improbable, ya que se había recogido a los invitados entre los mendigos. En cambio, parece que está más dirigido a nosotros, discípulos que nos hemos encontrado sentados a la mesa sin tener derecho a ello, o sin tener la disposición interior adecuada para celebrar la fiesta.

            También nosotros corremos el riesgo de acostumbrarnos a la fiesta, es decir, de caer en la rutina de la fe. También nosotros corremos el riesgo de tirar nuestra vida interior por la ventana, de no vestir el vestido blanco que, desde nuestro bautismo, nos caracteriza como discípulos.

            Dios pone patas arriba las posiciones y los roles sociales: en el Reino no cuenta quién ha tenido éxito, sino quién ha aceptado participar en el banquete, quién confía en Dios. El evangelio expresa una preferencia inquietante por los últimos: como las prostitutas y los publicanos que nos pasan por delante, como los parados de la última hora en la parábola de domingos atrás.

            A nosotros, obreros de la primera hora, hijos del dueño de la viña, los aparceros invitados en primer lugar, cristianos de largo recorrido, el Señor nos pide estar atentos y no creernos ya seguros y mejores.

            Una vez más el Señor nos pide que no nos acomodemos en nuestra fe, que no pensemos que hemos adquirido un puesto de privilegio, sino que tengamos siempre un corazón de mendigo, siempre llenos de asombro.

            No cometamos el error enorme de rechazar la felicidad a la que el Señor nos invita. Una invitación que, si la aceptamos, exige un cambio del corazón, porque la única cosa que Dios no soporta, como ya dijimos, es la hipocresía y la falsedad: vestir un vestido que no nos pertenece.

 
 


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