En
el año 998, el abad Odilón de Cluny prescribió que en todos los monasterios de
su jurisdicción se celebrara la memoria de todos los difuntos el día 2 de
noviembre. Luego la liturgia romana, en el siglo XIV, propone la celebración de
los Fieles Difuntos al día siguiente de la fiesta de Todos los Santos, para
indicar una continuidad con ella y para dar una clave de interpretación de la
muerte. Necesitamos fijarnos en la alegría de los Santos para entender el
misterio de la muerte, para acoger la buena noticia que Dios nos ofrece también
en el momento más crucial y misterioso de nuestro recorrido terrenal.
¿Qué hacer con la muerte?
Dos
de noviembre, imágenes antiguas, recuerdos de niño: los cementerios llenos de
gente, las tumbas limpias, las flores, la gente que se encuentra por los
caminos, el silencio, el ambiente triste. Hoy día va desdibujándose esta
tradición, lo que nos facilita ponernos a pelo ante el misterio de la muerte.
Misterio teórico y un poco molesto para quien - joven y lleno de fuerza - mira
con suficiencia a estos rituales fúnebres que percibe como lejanos y raídos,
como gestos llenos de un sordo dolor para quien ha perdido a alguien querido,
para quien se ha encontrado solo después de una vida hecha de hábitos
consolidados.
Las
personas, hoy, no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos
ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste
suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios, y volver de nuevo
a nuestra vida de cada día para seguir olvidando.
Pero
tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos
nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos
arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo
querido que nos dice su último adiós? ¿Qué hacer ante el vacío que van dejando
en nuestra vida tantos amigos y amigas del alma? ¿Cómo afrontar el dolor
desgarrador de unos padres que pierden un hijo?
Hoy
es un día que nos obliga a reflexionar pero que, desgraciadamente, se ve cada
vez más asechado por la destructora y alienante lógica del olvido, del “mejor
no pensar”, que se nos impone ante el menor atisbo de sufrimiento en nuestra
sociedad. Se habla poco y mal de la muerte, en este tiempo nuestro extraño y esquizofrénico:
por una parte, cenamos delante del televisor que nos mete en casa matanzas y crónicas
de sucesos, y por otra importamos tradiciones extrañas, como la fiesta de
Hallowen, que intenta exorcizar la muerte cubriéndola con risas evasivas y
bromas superficiales, tradiciones en definitiva alienantes para no enfrentarnos
con la realidad de la vida, que es la muerte.
La buena noticia
Pero quien ha conocido la muerte, quien ha tenido una persona querida que se ha ido, toma muy en serio la muerte, más aún: la respuesta que demos al dilema de la muerte es lo que dará sentido a nuestra vida. La actitud que tengamos hacia la propia muerte, si es una actitud adulta, que no sea ni deprimente ni mágica, es lo que va a marcar la búsqueda más profunda del misterio de la vida de cada uno.
Ciertamente,
tenemos que morir. Delante de la muerte sentimos con fuerza rebelión y rabia. Nunca
es el momento de morir…, y si tuviéramos que elegir quien, cómo y cuándo morir eso
sería una verdadera catástrofe. Nunca se muere al gusto de todos. ¿Contradice esto
la existencia de Dios?
Dios
calla y el hombre es el único ser viviente que percibe la muerte como una
injusticia. ¿Pero injusticia con respecto a qué? Paradójicamente, esta rabia
que sentimos revela nuestra identidad profunda y nuestro misterio, que no es otro
que la búsqueda incesante de la vida.
Los
seguidores de Jesús no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho ineludible
de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, acompañamos a los difuntos con
amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la
liturgia cristiana de difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En
su centro solo hay una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad,
confiamos la vida de nuestro ser querido”. Es la buena noticia sobre la muerte,
sobre este misterioso encuentro, sobre esta cita segura para cada uno de
nosotros. La muerte, la hermana muerte que decía San Francisco de Asís, es la puerta
por la que alcanzamos la dimensión profunda de la que provenimos: de Dios
venimos y a Dios vamos. Es el aspecto invisible en que creemos, las cosas que permanecen
eternas, porque - como decía sabiamente El
Principito - lo esencial es invisible a los ojos.
El
cristianismo tiene una revelación extraordinaria que nos llena de esperanza: somos
inmortales y nuestra alma, es decir, la parte más auténtica, inmortal, de cada
uno de nosotros, va creciendo día a día - si la dejamos - en la conciencia de
lo que ella misma es.
Amigos,
desde el momento de nuestra concepción somos inmortales y toda nuestra vida
consiste en descubrir las reglas del juego, en descubrir el tesoro escondido,
como un feto que crece, para al final ser paridos en una nueva dimensión de
plenitud. Somos inmensamente más de lo que aparentamos, más de lo que creemos
ser. Somos mucho más: nuestra vida, por muy realizada que esté, por más
satisfactoria que sea, no podrá llenar nunca la necesidad y el ansia absoluta
de plenitud que llevamos en nuestro interior. Nuestra
vida es la oportunidad que se nos da para encontrar el tesoro de la presencia
de Dios en Cristo salvador.
Y
Jesús, el Cristo, nos lo confirma: nuestra vida continúa, brota, florece, crece
tras la muerte. En plenitud de acogida y dispuesta a ser llenada por la ternura
de Dios, si hemos descubierto las reglas del juego; o en una vida de duda e
inquietud, si hemos rechazado con obstinación el poder ser alcanzados por Él o
hemos jugado mal nuestra libertad.
Con Dios o sin Dios
Parece
extraño decirlo, pero el infierno - qué es la ausencia de Dios - existe y es la
oportunidad que todos tenemos de rechazar, ya ahora y para siempre, el amor de
Dios. La realidad del infierno es una señal de respeto a nuestra libertad.
Ciertamente, todos esperamos que esté vacío porque Dios se manifiesta siempre como
un testarudo Padre misericordioso que quiere a toda costa la salvación de sus
hijos por amor.
La
eternidad ya ha comenzado aquí y ahora. Juguemos bien nuestro presente, no
esperemos a que venga la muerte, pero tampoco la evitemos, pensemos en cambio
con serenidad cómo volver a nuestra vida cotidiana, yendo a lo esencial, entregando
nuestra vida a lo auténtico y desde lo mejor de nosotros mismos.
Nuestros
amigos difuntos - qué confiamos a la ternura de Dios - nos preceden en esta aventura.
Dios quiere la salvación de cada uno con obstinación, pero, porque nos ama, nos
deja libres para responder a este amor o rechazarlo. Oremos hoy, amigos, para
que, de verdad, Jesús el Maestro nos dé fidelidad a su proyecto de amor.
Nuestra
oración nos pone en comunión con nuestros difuntos, y les hace sentir nuestro
cariño, en la espera de los cielos nuevos y la nueva tierra que a todos nos
esperan. Digámosles que los seguimos queriendo, pero que no sabemos cómo
encontrarnos con ellos ni qué hacer por ellos. Nuestra fe es débil y no sabemos
rezar bien. Pero los confiamos al amor de Dios, los dejamos en sus manos. Ese
amor de Dios es hoy para ellos un lugar más seguro que todo lo que nosotros
podemos ofrecerles. Disfrutad de la vida plena. Dios os quiere como nosotros no
hemos sabido quereros. Un día nos volveremos a ver.
Roguemos
para que nosotros y nuestros difuntos nos dejemos abrazar siempre por la
ternura de nuestro padre Dios. Que así sea.
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