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sábado, 6 de abril de 2024

DOMINGO 2º DE PASCUA (Ciclo B)


Primera lectura: Hch 4, 32-35
Salmo Responsorial: Salmo 117
Segunda lectura: 1 Jn 5, 1-6
Evangelio: Jn 20, 19-31

¡Ha resucitado! La noticia ha atravesado los siglos y ha llegado hasta nosotros, hoy.

Millones de hombres y mujeres han descubierto la simple verdad: es inútil buscar al crucificado, no está aquí, ha resucitado. No está reanimado ni simplemente vivo en nuestra memoria: Jesús de Nazaret ha resucitado de la muerte y vive para siempre.

Su tumba, preciosamente guardada en Jerusalén, vuelve a convocar a cientos de miles de personas cada año, hombres y mujeres que, más o menos conscientemente, afrontan un viaje, que en el pasado era largo y peligroso, para visitar una tumba. Una tumba vacía.

Ciertamente, la cosa puede dejarnos indiferentes o llenos de dudas.

Especialmente en estos tiempos frágiles, somos conscientes de que la fe en el resucitado pide un salto de calidad. Una cosa es creer que un buen hombre, un profeta llamado Jesús, nos ha hablado de Dios de modo innovador. Y otra cosa es profesarlo resucitado y presente, confesarlo como la manifestación misma de Dios.

Es lo que le pasa al apóstol Tomás.

Tomás está decepcionado, amargado, derrotado. Su terremoto interior tiene un nombre: crucifixión. Allí, sobre el Gólgota, Tomás ha perdido todo: la fe, la esperanza, el futuro, en definitiva ha perdido a Dios.

Estuvo vagando durante días, como los demás, huyendo por miedo a que le encontrasen y matasen. Humillado y trastornado, se encuentra en el Cenáculo con los otros apóstoles que le dicen que han visto a Jesús.

Y, allí, Tomás se endurece. Juan no nos habla de ello y respeta la privacidad, pero podemos imaginarnos lo que Tomás dijo a los otros. ¿Tú, Pedro? ¿Tú, Andrés? ¿Y tú, Santiago? ¿Me decís que él está vivo?

Escapamos todos como conejos; ¡hemos sido débiles, no hemos creído a Jesús! Sin embargo, él ya nos lo había dicho, nos avisó. Sabíamos que podía acabar así, y no le acompañamos, no fuimos capaces. ¿Ahora, justo vosotros, venís a decirme que lo habéis visto vivo? No, no es posible.  ¿Cómo os voy a creer? Si primero decís una cosa y luego hacéis otra. No os creo.

Tomás es uno de los tantos escandalizados por la incoherencia de nuestras vidas, por la incoherencia de los discípulos de Jesús. Pero él se queda, no se va; aunque esté muy enfadado y lo manifieste así. Y hace bien.

Tomás regresa a la comunidad sólo por el Señor. Y el encuentro es un río de emociones. Jesús lo mira, le enseña las manos, y le habla: Tomás, sé que has sufrido mucho. También yo, mira. Y le muestra sus llagas.

Y Tomás se derrumba porque ve que Dios también ha sufrido, como él.

Sin ver

Estamos llamados a creer, a confiar sin ver. Seremos felices si creemos sin ver. Pero no como ingenuos simplones y atontados arrastrados por los líderes. La fe es, precisamente, la confianza en lo que no vemos, pero que experimentamos como verosímil. El problema, en tal caso, será saber que quien nos habla merece, o no, nuestra confianza.

Jesús resucitado se aparece a los apóstoles y les da la paz, el Espíritu y el perdón de los pecados.

Sólo por el Espíritu podemos experimentar la paz del corazón de quien se sabe reconciliado y se convierte, a su vez, en dispensador de perdón para los demás. Encontrar a Jesús resucitado es un acontecimiento del alma, que parte de la curiosidad, se alimenta de inteligencia, y llega a la fe.

La curiosidad empieza en el encuentro con personas que, aunque sean pocas siempre son más de las que imaginamos, personas que viven en la paz del corazón, reconciliadas con ellas mismas, y que descubren que son discípulas del resucitado. También nosotros como ellas, podemos seguir a Jesús y descubrir que sólo los que miran lo encontrarán.

Y no sólo esto. Juan, en la segunda lectura, remacha lo que es esencial para un discípulo: amar. ¿Estará ahí el problema? ¿Será justo la ausencia de cristianos pacificados, perdonados y llenos de amor lo que provoca tantas dudas en nosotros y en los demás?

A menudo nos encontramos con cristianos como Tomás, heridos por nuestro pésimo testimonio de discípulos, escandalizados por el abismo que provocamos entre nuestra fe proclamada y nuestra vida de cada día. Nosotros, discípulos del Maestro que, en lugar de ser transparencia del resucitado, nos convertimos en un filtro opaco que hace emerger nuestras fragilidades antes de la luz luminosa, resucitada y resucitadora, que nos ha envuelto y transformado.

Cuánta buena gente hay, como Tomás, sacudida por la actitud de un cura déspota; jóvenes confusos por nuestras flojas y anodinas comunidades; buscadores de Dios desanimados por nuestro poco entusiasmo…

Lucas lo cuenta

La primera comunidad en Jerusalén atrae la admiración y la curiosidad: en un mundo de tiburones, los cristianos se aman; en un mundo en el que reina el engaño, la corrupción y el ansia del dinero (¡ya entonces!), los discípulos se ayudan en las necesidades concretas; en un mundo de amedrentados, los apóstoles profesan con fuerza su verdad.

Es verdad que los exegetas nos dicen que esta narración de Lucas es más una catequesis que una descripción de hechos concretos, pero es suficiente y muy válida para entender que, quizás, nuestros recorridos y nuestros procesos de vida cristiana tienen mucho que cambiar.

Precisamente, porque tenemos dificultad en encontrar comunidades vivas de personas que no juzgan, sino que acogen, que no viven como los demás - utilizándose mutuamente para obtener beneficios – sino que proclaman a Cristo con convicción y pasión. Por eso las dudas crecen y nuestras comunidades vacilan, dejando de ser testigos de Cristo resucitado.

¿Qué hacer? El peligro es hacer lo que hacen muchos: marcharse, resignarse, apagarse…

… O, también, podemos escribir otros mil evangelios, otras mil historias, otras mil maravillas, como Juan nos sugiere. Se dice que un cristiano es alguien que, si no existiera el Evangelio, él lo rescribiría de nuevo con su vida.

O, también, hacer como Tomás que, aunque está decepcionado, no se va, sino que se queda y espera. Y hace bien en esperar, porque el Señor vuelve a su encuentro. Él vuelve siempre.

 Oración a Tomás

Escúchanos, Tomás, te damos las gracias por tu fe transparente y cristalina. No es casualidad el hecho de que nuestro común amigo, Juan, te haya apodado “dídimo”, es decir gemelo, porque es verdad que nos parecemos. Queremos confiarte, querido gemelo nuestro, a todos aquéllos que, como tú, aún no se han ido de al lado del Señor: los que se ocupan de los toxicómanos y enfermos terminales, que a veces quisieran dejarlo todo; los que quieren quedar en las misiones, aunque la enésima guerrilla que ha pasado por allí les haya obligado a escapar; los curas que, en distintas partes del mundo, tienen que hablar de paz entre la violencia de la guerra o de los cárteles y maras; y en fin, todos aquellos que son apaleados como tú.

Y también a los que se escandalizan de nosotros los cristianos y de nuestra incoherencia, para que se fijen más en Cristo vivo que en sus frágiles discípulos.

 

* * * * *

          

Felices nosotros que creemos sin haber visto. Sin haber visto a Cristo o los apóstoles. Sin ver, a veces, ni coherencia ni pasión en las comunidades cristianas, sino más bien rutina y cansancio.

Felices nosotros que no nos vamos, que no nos sentimos mejores, que sufrimos por la Iglesia a la que amamos.

Felices nosotros que queremos cambiar las cosas que no funcionan a partir de nosotros mismos…

… porque, como Tomás, veremos las señales del resucitado también en las llagas de la humanidad y de nosotros mismos.

 

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