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sábado, 8 de mayo de 2021

DOMINGO 6º DE PASCUA (Ciclo B)


Primera lectura: Hch 10, 25 -27.34-35.44-48
Salmo Responsorial: Salmo 97
Segunda lectura: 1 Jn 4, 7-10
Evangelio:  Jn 15, 9-17

Jesús Resucitado continúa su catequesis pascual con sus discípulos, después de haber utilizado la imagen de la vid y de los sarmientos del domingo pasado.

La reflexión de hoy es de altos vuelos. Jesús nos habla hoy de amor, de alegría, de plenitud. Si no estuviéramos anestesiados por la rutina, estas palabras que hemos dejado tan sobadas nos harían vibrar hasta el infinito ¡Cuánta fuerza nos darían!

Os confieso que, a lo largo de la vida me he encontrado con muchas personas, he escuchado infinidad de historias, he dado consejos, he orado con ellas y por ellas. Y de todo ello saco la certeza de que el corazón humano desea solamente una cosa: amar y ser amado.

Incluso en la persona más dura y más fría, más herida y más desesperada, más pesimista y más frágil, subyace el deseo de dar y recibir amor en cada una de las opciones que hacemos, y en cada dolor que sufrimos.

Deseamos amar y ser amados, y sufrimos porque no logramos ni amar ni ser amados como quisiéramos; o como pensamos de deberíamos ser amados. Todos buscamos la felicidad, todos, quién más, quién menos, deseamos ser queridos.

Bueno, pues hoy la Palabra de Dios nos habla de amor.

Vivir en lo concreto

El primer mensaje del evangelio de hoy es sencillo: dejémonos amar.

Todo el evangelio conduce a esta única verdad, que nos deja desarmados: somos amados por Dios que nos ha querido, pensado y deseado primero, y por eso mismo somos preciosos a sus ojos.

No es fácil creer esto, ya lo sé: muchas personas están viviendo experiencias de mediocridad, de dolor y de soledad, que les impiden ver más allá. El mundo sólo nos quiere si tenemos que algo dar, y muchas veces se muestra tremendamente mezquino. Sin embargo Dios nos quiere no porque seamos majos y amables, sino porque nos ha creado por amor. De modo que toda nuestra existencia no puede consistir más que en descubrirnos queridos, porque Dios no puede más que darnos su amor.

Y cuando hemos descubierto que somos queridos, Jesús nos insiste: vivid en este amor, permaneced en mi amor.

Mandamiento nuevo

Después de haber buscado Dios, tal vez fascinados por alguna persona cristiana significativa y atrayente, después de haber descubierto que, en Jesús, también nosotros somos hijos suyos, toda nuestra vida se convierte en una espera de la plenitud, en espera de la manifestación del amor de Dios. Y sólo podemos permanecer en él si guardamos sus mandamientos.

Muchas veces nos chirria esta demanda de Jesús, porque – equivocadamente -   la palabra “mandamiento” nos remite a la regla, a la norma, a los cánones, a los tribunales. No hay nada más falso, porque el “mandamiento” que Jesús nos ha dado es NUEVO.

No tiene nada que ver con la ley antigua, ni con nuestros viejos esquemas. Lo que Jesús nos dice es: ama a Dios sobre todo y a los demás ámalos como a ti mismo te ama Dios. Este es el nuevo mandamiento de Jesús, en el que nos pide que permanezcamos y que construyamos nuestra vida.

Los “mandamientos”, entonces, no se convierten simplemente en una serie de normas que cumplir, sino en la manifestación de que somos amados por el Padre y que, por eso, con inmenso agradecimiento, permanecemos en su amor.

Al cuidar de los hijos, al vestirlos y prepararles el desayuno para ir al colegio, no estamos sólo siguiendo el protocolo de la buena madre o del buen padre, no estamos cumpliendo ninguna norma, estamos expresando muy concretamente el hecho de que los queremos y que nos ocupamos de ellos. Estamos simplemente amando del mismo modo que Jesús nos ama a nosotros.

A menudo malinterpretamos la palabra “amor”. Amor no es solamente pasión e implicación emocional, perfume de violetas y felicidad infinita, sentirse valioso y buscado por alguien, por la pareja, por los hijos, o por un amigo. Amor también es concreción, cotidianidad, trabajo, fidelidad, pasión…, pero pasión en el sentido de padecer. Justo como ha sabido hacer Jesús que se entregó completamente, por amor.

Jesús nos ama hasta la entrega de sí mismo en la cruz. Amar como él nos ama significa entrar en la lógica de la entrega total de uno mismo, sin condiciones. Como lo hace un padre o una madre con sus hijos. Jesús hace lo que dice, y nos pide que, como discípulos suyos, nosotros hagamos lo mismo. Es un amor total que redime y salva a este mundo egoísta y mezquino.

Dejémonos amar

Se trata de imitar este amor, dejándolo fluir en nosotros, y eso es lo que nos llena de alegría. No es la felicidad vacía, de usar y tirar, que el mundo nos vende tan caro. El Papa Francisco dice en su exhortación “Gaudete et exultate”: No estoy hablando de la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar con el bien de los otros (…) En cambio, si nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría.

Se trata de una alegría que se convierte en convicción, como la de los discípulos que encuentran al resucitado y ellos mismos se convierten a la alegría. Puedo, incluso, tener una vida desdichada y entretejida de dolor, pero llena de la alegría que permanece, porque soy consciente de que estoy implicado y participando en un gran proyecto de amor.

No se trata tanto de  esforzarnos en imitar a Jesús, sino en dejarnos amar por él y de que su amor se derrame sobre todos. A menudo interrumpimos este circuito de amor por nuestras lentitudes y cerrazones, por nuestro cansancio y por nuestro pecado.

¡Si lográsemos entender que Dios únicamente nos pide que nos dejemos amar, que nos dejemos alcanzar por su misericordia! Permanecer en su amor es quedar bajo la luz de su presencia.

Y está claro que el amor nos cambia. Si ya nos cambia el amor de una persona, ¡imagínate qué no hará el amor inagotable de Dios!

Dios no nos quiere porque seamos buenos y amables sino porque, amándonos, nos hace amables y capaces de superar la parte oscura que habita en la profundidad de cada uno de nosotros.

Hijos y frutos

Juan nos llama a ser testigos del amor con los hechos. Ignacio de Loyola decía que “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”. Amar al otro, quienquiera que sea, significa ponerlo en el centro de mi atención, significa dejar que su vida, sus intereses, su modo de ser sea acogido y valorado.

Escuchando esta Palabra y poniéndola por obra, el mundo podría ser, aquí y ahora, una parcela de Reino de Dios en la que, a pesar de nuestras limitaciones, cada uno de nosotros podría encontrarse sinceramente a gusto, gracias al amor.

Ser cristiano significa mirar al otro, quienquiera que sea, mirarle a los ojos y decirle: “Te quiero”. A lo mejor no estoy de acuerdo en cómo piensas ni con lo que haces, pero te quiero, deseo tu bien, te ayudo a alcanzar el bien. El amor es una opción consciente y dolorosa, una actitud de fondo, es la honestidad consigo mismo. Una actitud que mueve el mundo.

O la comunidad cristiana, aun consciente de sus límites, se deja atraer por el amor de Dios para convertirse en un testigo creíble de ese amor, o nuestra fe se convertirá en una inútil y estéril observancia. Si nuestro corazón no arde de amor, el mundo morirá de frío.

            Este amor que fluye en nosotros nos hace descubrir que somos hijos y no siervos. Hijos de Dios, hechos a su imagen precisamente porque somos capaces de amar. Y el amor engendra, da frutos de redención y de vida eterna.

Amar produce fruto en nosotros y a nuestro alrededor y Dios se alegra con nuestra alegría. ¡Seamos pues, hermanos, la alegría de Dios para este mundo!

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