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sábado, 22 de mayo de 2021

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (Ciclo B)


 Primera lectura: Hch 2, 1-11
Salmo Responsorial: Salmo 103
Segunda lectura: Gal 5, 16-25


El Señor nos lo ha dicho y nos lo ha dado todo: nos ha desvelado el verdadero rostro del Padre; él nos alienta y está para siempre con nosotros, hasta al final.

Ha comenzado el fatigoso tiempo de la Iglesia, servidora del evangelio, incoherente y frágil porque está hecha de hombres y mujeres incoherentes y frágiles. Y no pensemos en los otros, sino en nosotros mismos. Incoherentes y frágiles, pero transfigurados porque somos discípulos, buscadores del Señor, hambrientos de su luz y su verdad.

Si leemos la historia con una mirada profunda, auténtica y espiritual, reconocemos que esta indisoluble alianza entre Dios y nosotros no se ha debilitado jamás. A pesar de nosotros los cristianos, a pesar de nuestras debilidades e incoherencias, el Señor sigue siendo anunciado por la Iglesia desde hace dos mil años.

Es verdad que todos tenemos de qué lamentarnos y también tenemos razones para empezar la habitual letanía de cosas que no van bien en la Iglesia, de la misma manera que podemos quejarnos del entrenador de nuestro equipo preferido o del político de turno. La diferencia es que ningún campeonato ni ningún super-presidente nos pueden dar la salvación.

Además, es absurdo y no creo que sea necesario que nadie reniegue de su madre porque lleva un vestido que no nos gusta...

Además, cuantos más cristianos han tratado de manipular el evangelio, de trastocarlo, de renegar de él, el Espíritu ha suscitado muchas más escuadras de santos para mantener a flote la barca.

Es el Espíritu el que construye la Iglesia, el que la mantiene anclada a su Señor, el que la espabila, el que la dirige, el que la envía, el que la anima y la reanima constantemente. El Espíritu, es el primer regalo que el Señor hace a los  creyentes.

  Discípulos

El camino interior que vamos haciendo como discípulos de Cristo nos dice una sencilla verdad: que la fe es un acontecimiento dinámico, no estático; que necesitamos toda la vida para aprender a creer. Los mismos apóstoles, muy convencidos de haberlo entendido todo, después de tres años de enseñanzas esfumadas al pie de la cruz, demuestran, unos instantes antes de la ascensión de Jesús al cielo, que no entendieron nada.

Sueñan con un reino terrenal, dirigido personalmente por Jesús.  Jesús, en cambio, les pide que sean ellos mismos los que hagan presente y actual el Reino de Dios en esta tierra. Que lo hagan presente y actual, amándose.

La fe está en continua evolución: Jesús nos los ha dicho y dado todo, pero nosotros todavía nos cansamos, y mucho, en seguirle.

La Iglesia vive en una continua tensión entre la conservación del mensaje de Jesús y la fuerza detonante de su interpretación y actualización continua.

Hoy el propio Jesús nos impacta: “Tengo que deciros todavía muchas cosas, pero de momento no sois capaces de llevar todo su peso.”

No lo sabemos todo, todavía no hemos llegado al final, somos discípulos para siempre, alumnos permanentes en la fe, como niños que crecen captando la inmensa grandeza y complejidad la Revelación.

¿Estamos aún dispuestos a seguir creciendo? ¿A cambiar nuestras opiniones? ¿A convertirnos?

Él os conducirá

Consciente de la fragilidad y torpeza de los suyos – y de la nuestra - Jesús nos regala su Espíritu, el que nos va a conducir al conocimiento de toda la verdad; porque corremos el riesgo tantas veces de pararnos en la verdad parcial, en nuestras pequeñas verdades, también en la fe. A través de un creciente camino de iluminación interior y de conciencia, invocando con fuerza al Espíritu y dejándonos guiar por él, podremos pasar por una mayor conciencia de la verdad hasta llegar, a la verdad completa: que no es otra que Dios es amor, ternura continua, compasión, bien absoluto, maestro de humanidad, de perdón y luz, de paz y fidelidad completas.

Hoy pedimos al Espíritu que tome en su mano nuestras vidas y que nos conduzca hasta la plenitud del conocimiento de Dios.

El Espíritu

El Espíritu, que es la presencia del amor de la Trinidad, el último regalo de Jesús a los apóstoles, al que Jesús identifica como vivificador, consolador, recordador y abogado defensor. El Espíritu, invocado con ternura y fuerza por nuestros hermanos cristianos del Oriente. Sin el Espíritu de Jesús resucitado habríamos muerto, exánimes, apagados, tristes y sin fe.

El Espíritu, discreto, impalpable, indescriptible, es la piedra clave angular que da consistencia a todo el edificio de la fe.

El Espíritu, que cada uno de nosotros ya ha recibido en el Bautismo, es el que nos hace presente aquí y ahora al Señor Jesús. El que nos permite darnos cuenta de su presencia, el que orienta nuestros pasos a cruzarse con los suyos.

¿Nos encontramos solos? ¿Tenemos  la impresión que nuestra vida es un barco que hace agua de todas las partes? ¿Nos sentimos incomprendidos o heridos?

Invoquemos al Espíritu que es Consolador que con-sola, que hace compañía a quien está solo.

¿Escuchamos la Palabra pero nos cansamos de creer, o tenemos dificultad en dar el salto definitivo a la fe?

Invoquemos al Espíritu que es Vivificador, que hace nuestra fe auténtica y viva como la de los grandes santos.

¿Nos cuesta inyectar a Jesús en las venas de nuestra vida diaria, prefiriendo tenerlo en una bonita hornacina, bien planchado para sacarlo a pasear el domingo en misa?

Invoquemos al Espíritu para que nos recuerde todo lo que Jesús ha hecho por nosotros.

¿Estamos corroídos por el sentido de culpa, nos ha pedido la vida un precio muy  alto que pagar? ¿Nos obsesiona la parte oscura de nuestra vida?

Invoquemos al abogado defensor, al Paráclito, que se ponga a nuestro lado y apoye nuestras razones ante cualquier acusación.

Es así como los apóstoles tuvieron que ser habitados por el Espíritu, que les dio la vuelta como un calcetín, para por fin llegar a ser, definitivamente, anunciadores y, entonces, sólo entonces, empezaron a entender, a recordar con el corazón.

Si hemos sentido estallar el corazón, escuchando la Palabra, estemos tranquilos: fue el Espíritu que, por fin, logró forzar la cerradura de nuestro corazón y de nuestra incredulidad.

¿No nos entendemos con los que están a nuestro alrededor?

Invoquemos al Espíritu que provoca el anti-Babel (recordad aquella bonita narración de la gente que no se entendía); invoquemos al Espíritu que reúne los jirones que va dejando nuestra incapacidad de entendernos, suscitando profundas comuniones que van más allá de las meras simpatías.

Necesitamos con urgencia invocar el Espíritu para que nos cambie el corazón, para que nos lo llene de él, para despertar nuestra fe.

No es tiempo perdido el que dediquemos a invocarlo, a suplicarle, a hacerle ver que lo esperamos. Nuestra Iglesia contemporánea tiene que dejar de tener miedo, tiene que dejar de preocuparse sólo de conservar lo que tiene, y de ver enemigos por todas partes. Dejemos el timón de nuestra vida al Espíritu Santo, que él nos llevará a la vida y a la verdad plena. Que así sea.

 



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