La hija de Jairo tenía doce años. Desde hacía doce
años la hemorroisa venía padeciendo pérdidas de sangre. Doce es el número de tribus que componían el pueblo de Israel.
Marcos nos está diciendo que Israel se ha apagado, exangüe, sin vida,
abandonada por sus pastores que se apacientan a sí mismos, y que sólo Dios, en
Cristo, es quien le devuelve la vida.
Doce es un número
de totalidad, como doce son los
meses del año. Marcos hoy nos habla de dos situaciones en las que se describe el
máximo dolor, y la total desesperación, como la apoteosis de una tragedia, o como
cuando una barca es engullida por la tempestad.
La hemorroisa no sólo es una mujer que haya enfermado
y haya visitado, sin resultado, todos los médicos del país, sino alguien cuya condición
la hacía impura en Israel; no podía tocar a nadie sin contagiarle su impureza.
No tiene vida afectiva ni relaciones sexuales, y quizás no tuviera familia ni
amistades, porque su condición le hacía estar sola.
La mujer se acerca tímidamente, no quiere hacerse
notar. No se arriesga a pedir nada al Maestro, ¿cómo podría? Tantos años de soledad
le habían convencido de ser un error, de ser pecadora, de ser impura. Le estaba
prohibido tocar a nadie porque le transmitiría su impureza.
Pero decide arriesgarse, infringir la ley, y toca
a Jesús. Para encontrar Dios, a veces, hace falta superar los esquemas
religiosos, a veces, para encontrar a Dios, hace falta infringir las reglas.
Apenas lo roza, acaricia la orla del manto nos dice el evangelio, segura de que
el rabí no se daría cuenta.
Potencia
Pero Jesús dice: ¿quién me ha tocado? La mujer queda
pálida, los apóstoles se detienen intentando mantener a distancia la
muchedumbre. ¿No ves, rabí, que todos te tocan?
Jesús tiene razón: son miles los que se acercan,
pero solamente una lo ha tocado. Ha tocado el corazón de este Cristo de Dios,
le ha robado la fuerza y se ha curado. ¿No es, tal vez, la enfermedad un desequilibrio
de nuestra armonía interior? El Señor se deja robar, y su fuerza da la curación
y la salvación a esta mujer que se cree inadecuada, incapaz y condenada. Jesús
nos cura en profundidad, nos salva de cada disonancia en nuestra armonía
interior.
Jesús continúa su camino y los apóstoles lo miran inquietos, sin enterarse de lo que está pasando. Jesús mira a la mujer con una mirada amplia y profunda, como es la mirada de Jesús cuando elige a los discípulos.
Los demás, la muchedumbre, los apóstoles no saben
lo que pasa. El Señor y la mujer sí, saben muy bien lo que ha sucedido. La
curación la empuja a salir de su escondite y mostrarse a los demás. Su curación
es pública, su purificación está cumplida, y nadie ahora tiene que mantenerla alejada.
Como Israel, como nosotros, la mujer ha sido curada en lo más profundo de su
existencia.
El discípulo que sigue a Jesús es curado de la dispersión
interior en este mundo que nos devora la energía, que nos roba el tiempo y el
sentido de la vida, que nos empuja a vivir en la soledad, aunque estemos
rodeados de masas de gente.
Hipocresía
Jairo, por su parte, es una persona desesperada: ¿existe
un dolor más agudo y desolador para unos padres que de la muerte de un hijo?
Dice el evangelio que la gente sale fuera de la
casa de Jairo gritando: la chica ha muerto. Jesús insiste y entra. Ante la
muerte la gente sale… y Jesús entra. Dice que la niña duerme. Y la gente se burla
de él.
¿Se ríen de él? ¿Cómo es posible? ¿Qué gente es
esta que primero grita y llora y un segundo después se ríe de burla? ¿Qué dolor
fingido es el que se toma la molestia de denigrar la afirmación de Jesús? Son unos
hipócritas, verdaderamente falsos, que pasan de la desesperación a la burla en
un instante.
Es un dolor de fachada el que tienen, una maldad a
duras penas reprimida, una perversa exterioridad. Y Jesús lo sabe. Él, que
llorará ante la muerte de su amigo Lázaro, lo sabe, participa, y se deja
implicar. Dará la vida por Lázaro… y por cada uno de nosotros. Nuestro Dios no
es indiferente al dolor, no finge que sufre, no escapa del dolor y de la muerte
simplemente sufre con los que ama.
Basta que tengas fe
Hace unos días que Jesús les había dicho a los
apóstoles asustados: ¿Aún no tenéis fe?
y, hoy, a la hemorroisa Jesús le dice: Vete,
tu fe te ha salvado, y a Jairo: Basta
que tengas fe.
Ésta es la diferencia sustancial entre los
apóstoles, que tocan a Jesús sin ningún resultado, y la mujer enferma; ésta es la
grieta que se crea entre Jairo y sus parientes cuando se ríen de la fe que, a
su parecer, es sólo un insensato toque de buen humor que tiene Jesús...
Pero la fe – que es confianza en el Señor - calma
las tempestades interiores; la fe nos cura las heridas interiores; la fe nos
resucita y nos salva. Ésta es la reflexión que hace Marcos hoy, y espero que
nosotros también la hagamos.
Hermana muerte
La actitud del cristiano frente a la muerte es la
fe. La muerte es y permanece como el interrogante más más inquietante sobre el
destino humano, y también sobre la
posibilidad de la verdadera bondad de Dios. Si Dios es bueno, ¿por qué la
muerte? Jesús ha venido a también darnos una buena noticia sobre la muerte.
Como nos desvela la espléndida página del libro de
la Sabiduría que hemos escuchado, nuestro Dios es un amante de la vida. Nosotros
creemos que hemos sido creados inmortales, y que estamos en las manos de Dios.
Esta vida, que vivimos con todas sus limitaciones, la vivimos proyectada en el
futuro como una plenitud. El dolor de la separación, de la muerte, nos lo presenta
el apóstol Pablo como los necesarios dolores de un parto que da a la luz una
nueva criatura en un mundo nuevo.
Este Dios tierno que levanta a la hija de Jairo - ¡Talitha qum! - es el que tiene para nosotros
un destino de vida y resurrección. ¿Nos basta con esto? De verdad que no lo sé.
No sé si les basta a tantos “jairos” a quienes se les ha muerto un hijo.
Mendigamos certeza y salvación, seguridad, y la fe
es sólo un débil candil para atravesar un mar en tempestad. No nos queda más
que confiar, hermanos, confiar contra toda desconfianza, fijándonos en el Hijo
de Dios que nos levanta de todas las tinieblas, incluidas las de la muerte. ¡Talitha qum! ¡Levántate,
niña!
Consideremos también tantas muertes interiores de las
que tenemos que resucitar. La niña de Jairo es señal de la autenticidad, de la decencia
y la honestidad, que a menudo yacen inmóviles en nuestra vida; son demasiadas
desilusiones, demasiados cansancios, como para ser aún optimistas. ¿De qué muertes
interiores tenemos que resucitar? Lo único que el Señor Jesús nos pide, para
tener una vida nueva en Él, es que tengamos fe. ¡Talitha qum!
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