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domingo, 26 de julio de 2015

DOMINGO 17º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera lectura: 2 Re 4, 42-44
Salmo Responsorial: Salmo 144
Segunda lectura: Ef 4, 1-6
Evangelio: Jn 6, 1-15


No descansó mucho el Señor. Mucha gente, quizás demasiada, lo estaba buscando y lo alcanzó. Él sintió que se le retorcían las entrañas, sintió una compasión entrañable, ninguna rabia. Acaba sus vacaciones y vuelve a predicar, a enseñar, sin medida, porque él es totalmente un regalo. Y no sólo enseña sino que se da en comida.
La gente lo busca, porque todos están buscando una ayuda para soñar, para esperar, para creer. Y es que Jesús les habla con las palabras de Dios. Las horas pasan y la gente no se levanta. Jesús está cansado, pero feliz.
Quizás el Reino esté ya aquí. Quizás el tiempo se ha cumplido. Quizás ahora la gente esté lista para la salvación... Pero no: Jesús se equivoca, clamorosamente.

El peor milagro
El milagro de la multiplicación de los panes es contado seis veces por los evangelistas: es el prodigio más impactante, más clamoroso, y sin embargo señala el principio del fin de Jesús, la apoteosis de la incomprensión, el delirio de una humanidad que prefiere más a un brujo que le saque las castañas del fuego,  que a Jesús, el mesías, el prodigio del amor.
Juan elige este milagro para iniciar una compleja catequesis sobre quién es Dios y sobre quiénes somos nosotros, y cuál ha de ser la actitud correcta del discípulo hacia el Maestro. Durante casi un mes escucharemos el duro discurso sobre el Pan de vida.
Jesús se encuentra en este momento en un punto de inflexión. El carpintero de Nazaret que ha dejado su taller, y ahora anda por ahí con un grupo de discípulos hablando de Dios, se ha hecho famoso: en cosa de pocos meses el rabino Jesús adquiere una fama inesperada (recordad el apunte de Marcos la semana pasada, cuando nos decía que el grupo no lograba ni comer con tranquilidad); una muchedumbre numerosa lo seguía atraída un poco por sus palabras, pero sobre todo por su fama de sanador poderoso.
Es en Cafarnaúm donde se fragua la tragedia, y donde tiene lugar la fractura, el fin de una recién nacida y brillante carrera política. Jesús multiplica los panes y la gente lo quiere hacer rey: ¿quién no coronaría a uno que distribuye gratis panes y peces? Pero Jesús no quiere ser coronado rey, sólo quiere hablar de Dios y de la lógica de la donación y del regalo; rechaza los aplausos y las exaltaciones, que ni busca ni quiere.

domingo, 19 de julio de 2015

DOMINGO 16º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)





Primera lectura: Jer 23, 1-6
Salmo Responsorial: Salmo 22
Segunda lectura: Ef 2, 13-18
Evangelio: Mc 6, 30-34


Los discípulos regresan de su misión, a la que el Señor les envió de dos en dos. Regresan contentos, entusiastas, llenos de alegría por la eficacia del anuncio. Como un buen padre que quiere a sus hijos, el Maestro comparte su alegría y nota su cansancio.
Es el momento del descanso, de apartarse, de dejar la muchedumbre que agota para dedicarse tiempo para ellos. El apartarse es precisamente el núcleo de la Palabra de hoy. Un modo inesperado de interpretar las vacaciones.

Cansancio
También nosotros nos cansamos. Que levante el dedo quien no se haya sentido nunca cansado, exhausto o  reventado.
No hablo del cansancio exterior, sino del tan poco natural cansancio que nos coge a cada uno de nosotros al final de una semana laboral dedicada a trabajar, no a pico y pala - o también -, sino ante un caprichoso ordenador, o embotellados en el tráfico, o en la cola del supermercado; hablo de otro cansancio más dramático, de ese dolor sordo que te pega en pleno pecho cuando menos lo esperas, a lo mejor cuando la tensión por un trabajo se ha agregado a las preocupaciones de casa; hablo del grito desgarrador que se aloja en el fondo de nuestro corazón, al tener que demostrar, siempre y a toda costa, que valemos, al tener que ser un buen marido, una buena madre, un buen cura; hablo del grito profundo del cansancio, de una urgente e ineludible necesidad de sentido, de la alegría, de la paz que tanto nos cuesta encontrar en nuestra cotidiana locura.
Hoy hablamos justo de esta necesidad, hablamos del hecho de que si no encontramos un sentido a nuestra vida, si no llegamos a entender la razón por la  que hemos nacido entonces, antes o después, estallamos.
Y estallamos escapando o callando, o aturdiéndonos, o ilusionándonos con que a nuestra felicidad le falta alguna decena de caballos en el motor de nuestro coche, o alguna arruga de menos en el rostro, o un fascinante viaje de ensueño a no sé qué paradisíaca playa.

Aparte
Sin un tiempo de desierto, de silencio, de intimidad con el Señor no es posible seguir siendo cristianos, conservar la fe, crecer como discípulos y seguidores de Jesús. Y cuanto más nos cogen el caos y la trepidación de cada día, más urgente y necesario se muestra la necesidad de recortar un tiempo para descansar en el Señor.
La oración cotidiana, un pequeño espacio del día dedicado al alma, nos ayuda a mantenernos a flote durante la semana. Así una bonita celebración festiva, una verdadera “eucaristía” – acción de gracias -, nos permite encontrar al resucitado y recargar las baterías. Pero, lo sabemos bien, la fatiga de la vida contemporánea nos apaga la gana de vivir.
Sería bonito acoger la invitación que el Señor nos hace a retirarnos con él medio día, en un monasterio, en un lugar bonito de la naturaleza. En silencio, para dejar que su Palabra reemplace nuestras pequeñas palabras, que su respuesta reemplace nuestras pequeñas respuestas.
Y cuánta más responsabilidad tengamos en la comunidad cristiana, más urgente nos es encontrar tiempos de soledad con el Señor. Es una pena ver a muchos animadores, voluntarios, curas, catequistas atropellados por las muchas cosas que hacer, convertidos en pequeños manager de lo sagrado que ya no logran vivir lo que proclaman.

viernes, 3 de julio de 2015

Qué quiere decir hoy ser castos (Enzo Bianchi)


(Enzo Bianchi es un ensayista laico,
fundador del Monasterio de Bose en Italia)


“A vosotros jóvenes digo: sed castos... ¡haced el esfuerzo de vivir castamente el amor!” Estas palabras del papa Francisco a los jóvenes, pronunciadas el domingo pasado, han suscitado reacciones de todo tipo pero todas ellas reveladoras del dato que la “castidad” es una palabra a menudo incomprendida, más bien desconocida y burlada, sobre todo porque se  confunde con la abstinencia, o la continencia sexual, o con el celibato. La etimología nos sugiere que es casto (castus) el que rechaza el incesto (in-castus). El incesto ocurre cada vez que no se vive la distancia y no se respeta la alteridad, que no es sólo diferencia. No es casto quien busca la fusión, el apego, la posesión: señal de esa búsqueda es la agresividad que, en estos casos, fácilmente se enciende y se manifiesta. Estoy cada vez más convencido de que la sexualidad está en el espacio del regalo, porque pide dar y recibir, y siempre se coloca en la relación entre dos sujetos.

La sexualidad no se reduce a la genitalidad, y la capacidad de regalo y acogida es más amplia que la ejercitada en la genitalidad: compromete, en efecto, la  persona entera y sus relaciones.

Por eso la sexualidad es cosa buena y bella, pero su empleo puede ser inteligente o estúpido, amante o violento, ligada al amor o a la pulsión. La sexualidad nos empuja a la relación con el otro, pero depende de nosotros buscar, en esta relación, el encuentro o la posesión, la sinfonía o la prepotencia, el cambio o el narcisismo.

Podríamos decir que la castidad es el arte de no tratar nunca al otro como un objeto, porque en este caso se le “consume” y se le destruye. Arte difícil y fatigoso, que solicita tiempo: no se nace casto sino al contrario – digámoslo con claridad - se nace incestuoso, y el ejercicio de separación y distinción nos conduce hacia una subjetividad verdadera y autónoma. La castidad otorga a las relaciones humanas una transparencia que permite a las personas reconocerse en el respeto de su ser más íntimo.

Piensa en el encuentro sexual de los cuerpos en su desnudez y en la intimidad que deriva. Cuando los cuerpos se encuentran y se entrelazan en la desnudez, se enciende un conocimiento recíproco que no es comparable al que  pueden tener los amigos más íntimos, uno del otro. Compartir el cuerpo y la respiración crea una unión que es “conocimiento único”, es - osaría decir, citando a Juan Pablo II – “liturgia de los cuerpos”, es un conocimiento penetrativo de una profundidad única.

Cuando se toca un cuerpo, no se toca cualquier cosa sino una persona, que no es un objeto de placer, que no puede ser consumida, sino que es la posibilidad de una comunión auténtica. Sin esta comunión no es posible la castidad, sino sólo la obediencia a la pulsión, al capricho, a la posesión. Rainer Maria Rilke escribió: “No hay nada más arduo que quererse: es un trabajo, un trabajo diario... El amor es difícil y no está al alcance de todos.”


El acto sexual, realizado en los tiempos y en los modos que los amantes saben discernir como bellos, buenos y “justos”, es conocimiento, y no se tiene que tener miedo de afirmar que precisamente el sumo placer del acto sexual incendia tal conocimiento. Pero no es fácil distinguir este sumo placer del encuentro de los cuerpos, de los corazones, de las inteligencias, de la pulsión. Sí, la pulsión sola, con su prepotencia, puede crear el infierno, sin embargo élla nos habita, y, si no existiera, no seríamos naturalmente capaces de darnos y de acogernos.