(Enzo Bianchi es un ensayista laico,
fundador del Monasterio de Bose en Italia)
“A
vosotros jóvenes digo: sed castos... ¡haced el esfuerzo de vivir castamente el
amor!”
Estas palabras del papa Francisco a los jóvenes, pronunciadas el domingo pasado,
han suscitado reacciones de todo tipo pero todas ellas reveladoras del dato que
la “castidad” es una palabra a menudo incomprendida, más bien desconocida y
burlada, sobre todo porque se confunde con
la abstinencia, o la continencia sexual, o con el celibato. La etimología nos
sugiere que es casto (castus) el que
rechaza el incesto (in-castus). El
incesto ocurre cada vez que no se vive la distancia y no se respeta la
alteridad, que no es sólo diferencia. No es casto quien busca la fusión, el
apego, la posesión: señal de esa búsqueda es la agresividad que, en estos
casos, fácilmente se enciende y se manifiesta. Estoy cada vez más convencido de
que la sexualidad está en el espacio del regalo, porque pide dar y recibir, y
siempre se coloca en la relación entre dos sujetos.
La sexualidad no se
reduce a la genitalidad, y la capacidad de regalo y acogida es más amplia que la
ejercitada en la genitalidad: compromete, en efecto, la persona entera y sus relaciones.
Por eso la sexualidad es
cosa buena y bella, pero su empleo puede ser inteligente o estúpido, amante o
violento, ligada al amor o a la pulsión. La sexualidad nos empuja a la relación
con el otro, pero depende de nosotros buscar, en esta relación, el encuentro o
la posesión, la sinfonía o la prepotencia, el cambio o el narcisismo.
Podríamos decir que la
castidad es el arte de no tratar nunca al otro como un objeto, porque en este
caso se le “consume” y se le destruye. Arte difícil y fatigoso, que solicita
tiempo: no se nace casto sino al contrario – digámoslo con claridad - se nace
incestuoso, y el ejercicio de separación y distinción nos conduce hacia una
subjetividad verdadera y autónoma. La castidad otorga a las relaciones humanas
una transparencia que permite a las personas reconocerse en el respeto de su
ser más íntimo.
Piensa en el encuentro
sexual de los cuerpos en su desnudez y en la intimidad que deriva. Cuando los
cuerpos se encuentran y se entrelazan en la desnudez, se enciende un
conocimiento recíproco que no es comparable al que pueden tener los amigos más íntimos, uno del
otro. Compartir el cuerpo y la respiración crea una unión que es “conocimiento
único”, es - osaría decir, citando a Juan Pablo II – “liturgia de los cuerpos”,
es un conocimiento penetrativo de una profundidad única.
Cuando se toca un
cuerpo, no se toca cualquier cosa sino una persona, que no es un objeto de
placer, que no puede ser consumida, sino que es la posibilidad de una comunión
auténtica. Sin esta comunión no es posible la castidad, sino sólo la obediencia
a la pulsión, al capricho, a la posesión. Rainer Maria Rilke escribió: “No hay
nada más arduo que quererse: es un trabajo, un trabajo diario... El amor es
difícil y no está al alcance de todos.”
El acto sexual, realizado
en los tiempos y en los modos que los amantes saben discernir como bellos,
buenos y “justos”, es conocimiento, y no se tiene que tener miedo de afirmar
que precisamente el sumo placer del acto sexual incendia tal conocimiento. Pero
no es fácil distinguir este sumo placer del encuentro de los cuerpos, de los
corazones, de las inteligencias, de la pulsión. Sí, la pulsión sola, con su
prepotencia, puede crear el infierno, sin embargo élla nos habita, y, si no existiera,
no seríamos naturalmente capaces de darnos y de acogernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.