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sábado, 4 de septiembre de 2021

DOMINGO 23º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera lectura: Is 35, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 145
Segunda lectura: Sant 2, 1-5
Evangelio:Mc 7, 31-37

Ser sordo, en el Biblia, significa no acoger el mensaje de salvación de Dios. Israel frecuentemente manifiesta esa sordera, como nos recuerda la primera lectura de Isaías.

También nosotros, atropellados por las mil cosas que hacer, rodeados de ruidos, de charlas, de opiniones enfrentadas, de redes sociales, tenemos, tantas veces, dificultad en escuchar el deseo profundo de sentido que llevamos en el corazón. Tenemos dificultad de buscar Dios.

Es lo mismo que le pasa al protagonista del evangelio de hoy, un sordomudo. O mejor aún, en el griego del evangelio de Marcos, un sordo balbuciente – apenas podía hablar -, que no logra hacerse entender, que intenta relacionarse y no lo logra del todo, quedando condenado a un aislamiento del mundo exterior.

Es la imagen de las personas de hoy día, aisladas y narcisistas, perdidas y en busca de una notoriedad, siempre centradas en una propia realización, que por otra parte es tan improbable y cada vez más inaccesible. Interesa mucho más ser importante que buscar la verdad. La insatisfacción es la principal característica de la persona post-moderna. Y, no nos engañemos, también de todos nosotros, aunque seamos más antiguos.

Fuera del recinto

En tiempo de Jesús, se creía que la santidad era inversamente proporcional a la distancia que separaba de Jerusalén. Judea todavía podía salvarse, pero la Galilea y la Decápolis, junto con Samaria, que eran zonas de frontera, con población mestiza, estaban decididamente perdidas.

La Decápolis eran diez ciudades de mayoría pagana, a las que Roma quería que llegasen a ser autónomas de la administración hebrea, aplicando la infame política del “divide y vencerás”. Los israelitas devotos, para bajar a Jerusalén, pasaban más allá del Jordán, por el camino que atravesaba los territorios paganos, pero sin entrar nunca en las ciudades consideradas perdidas.

Jesús, en cambio, no. Él inicia su predicación precisamente allí, en la zona de las tribus de Zabulón y Neftalí, las primeras en caer bajo los asirios, seiscientos años antes. Porque él ha venido precisamente para los enfermos, y no para los justos. Él no huye de los impuros ni los condena, como hacían los fariseos. No. Él no los juzga, sino que los salva.

La curación del Evangelio de hoy, hace exclamar a la muchedumbre: ¡todo lo ha hecho bien, hace oír los sordos y ver a los ciegos! Sólo alguien que no espera la salvación sabe alegrarse tanto por lo que le ha sobrevenido sin esperarlo.

Curaciones

El sordo/balbuciente es llevado por los amigos. Siempre son otros los que nos conducen a Cristo, los que nos hablan de él, los que nos lo señalan.

La Iglesia, a veces incoherente y frágil, es la asociación de los que conducen a Cristo. Ésta es la función de la Iglesia, para esto es para lo que sirve la Iglesia:  para guiar hasta Cristo, para dar testimonio del Jesús, el Maestro.

Pero, bien lo sabemos, nos hace falta humildad para dejarnos conducir. Nuestro mundo ha hecho de la arrogancia un estilo de vida. Cuántas personas hay que lo saben todo, que pontifican, que juzgan sin rebozo, especialmente las cosas concernientes a la fe, pero que no saben ponerse de verdad en tela de juicio.

Del evangelio ya lo sabemos todo: después de tanta catequesis, homilías y conferencias, años de vida de fe ¿hay otra cosa que podamos aprender?

Pues resulta que no hay nada que aprender para creer, porque la fe es ante todo encuentro y confianza en Cristo Jesús. Y después del encuentro con él, es el amor quien nos empuja al conocimiento de la verdad. Y no al revés.

Pero para encontrar algo o a alguien hay que moverse, hay que salir de las propias y presuntas certezas adquiridas.

Jesús lleva al sordo/balbuciente a un lugar reservado.

Entre el caos cotidiano y el barullo de la gente no logramos escuchar de verdad. Hace falta ir a un lugar reservado y tranquilo. La búsqueda de fe se hace personalmente, de corazón a corazón, en una actitud real de acogida. Dios nos habla pero, para acogerlo, hace falta que nos callemos.

 

Gestos

Jesús realiza gestos de curación: sopla, toca la lengua del enfermo.

En aquel tiempo se pensaba que la saliva contenía el aliento, Jesús quería transmitir su propio espíritu a aquel hombre, y lo logra.

Nuestra vida de fe necesita señales, sacramentos, gestos transmisores. La fe que se descubre tiene que ser vivida y celebrada, hecha de gestos en los que reconocemos la obra del Dios en nosotros y en toda la humanidad.

Pero, si somos curados es para que anunciemos a los demás nuestra profunda y reconocida curación. En el evangelio de Marcos, en cambio, Jesús impone silencio. ¿Por qué?

Los exegetas nos sugieren que, quizás, Jesús no quería ser confundido con un curandero cualquiera, porque la curación siempre es señal y explicitación de algo mucho más profundo.

También podría añadirse que, si detrás del evangelio de Marcos está el apóstol Pedro, entonces quizás nos quiere decir que no se puede proclamar el mesianismo de Jesús si antes no se ha pasado por la cruz.

Hermanos, necesitamos ser cristianos curados, presentadores en nuestro mundo de la esperanza en Cristo, creyentes reconciliados con el Señor y con los demás.

Nosotros, que hemos oído las maravillas de Dios, podemos proclamar como la muchedumbre, que Él todo lo ha hecho bien.

Sueño y despertar

Por eso Isaías, el grande y tierno Isaías, quiere abrir los ojos y espabilar a un pueblo resignado, deslomado por setenta años de prisión y destierro en Babilonia, y convencido de que Dios ya no está… y sueña. Sueña con la vuelta a una tierra en la que el sufrimiento no exista más y la abundancia de las aguas, incluso en el desierto, llene los corazones.

Es el sueño de tantos emigrados y refugiados a lo largo de la Historia, como hoy lo son los sirios y africanos, afganos, en busca de un mundo mejor donde vivir.  

Un sueño que es también el de Dios y que se realizará para Israel con la vuelta a Jerusalén y, para nosotros, con la llegada de su Reino.

Esta es la salvación, esta es la buena noticia, este es el alegre anuncio que, como Santiago nos exhorta, tiene que ser visible ya desde ahora en nuestras comunidades cristianas, siendo acogedoras y solidarias. Si el asfalto del conformismo ha aplastado la atención al pobre, Santiago vuelve a llamarnos con fuerza a nuestras responsabilidades de salvados.

La Iglesia, que es el pueblo de que ha sido sanado de sus heridas con el aceite del consuelo de Jesús, imita su mismo gesto hacia la humanidad hecha trizas y herida por el odio y por el pecado.

Hermanos, no olvidemos que nosotros somos el rostro de Dios para toda persona que se sienta perdida, menospreciada y necesitada de salvación. No seamos sordos ni mudos en esta misión. El amor - y todos los bienes que Dios nos da - no es para guardarlo egoístamente, sino para compartirlo con todos los demás.

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