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sábado, 11 de septiembre de 2021

DOMINGO 24º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

Primera Lectura: Is 50, 5-9a
Salmo Responsorial: Salmo 114
Segunda Lectura: Sant 2, 14-18
Evangelio: Mc 8, 27-35
  

Hoy, puntualmente, al principio del curso pastoral, al final del verano, nos encontramos con este evangelio oportuno, insistente, y desestabilizador.

No podemos ser discípulos por costumbre, cansinamente, dejando pasar las cosas año tras año, viviendo en nuestras consolidadas y pequeñas prácticas de vida cristiana. Nuestro Maestro, que no tiene dónde reposar la cabeza, no quiere cristianos a remolque, y tampoco agradece las falsas devociones.

Por eso, nos hace las preguntas de forma directa.

Cafarnaúm

Los Doce, complacidos, ven la posibilidad de tener entre las manos el futuro de una gran carrera política y religiosa: parece que Jesús gusta a la gente, es creíble, tiene éxito, es gratificante. Nos podemos imaginar la escena: ellos discuten alrededor del fuego, se animan, interaccionan. Jesús, apartado, los escucha… y sonríe. Luego, como si nada, les plantea la pregunta. ¿Qué dice la gente que soy yo?

Se habla mucho de Jesús, tanto ayer como hoy. En los periódicos, en los debates, entre amigos, Jesús es un misterio no resuelto, inquietante, difícil de descifrar. ¿Quién es, realmente, Jesús de Nazaret?

Las respuestas las conocemos de sobra: un gran hombre, un hombre apacible, un mensajero de paz, uno de tantos asesinados por el poder.

Todo esto es verdad, pero aquí se queda todo; difícilmente se acepta el testimonio de la comunidad de sus discípulos: Jesús es el Cristo, Jesús es el mismo Dios.

Es mejor mantenerse en la vaga y tranquilizadora convicción de que Jesús sea una personalidad de la historia a la que admirar, pero que nada tiene que ver con nuestra vida; es mejor controlar la relación con Jesús reduciéndolo a un recuerdo histórico, inocuo, en vez de admitir su inquietante presencia.

O, tal vez, hacer caso a las teorías de moda, tan abundantes en el cine o en la novela, para responder y repetir siempre una imagen de Jesús demasiado maravillosa o demasiado simple, pero no la del verdadero Jesús, el Hijo de Dios.

Deja en paz a los demás

Jesús no nos encaja bien y hoy, a quemarropa, nos pone a cada uno de nosotros la pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Y para mí, ¿quién es? Para mí solo, dentro de mí, sin la obsesión de tener que dar respuestas sensatas o que estén de moda, sin fachadas ni imágenes que mantener. ¿A mí, desnudo en mi interior, Jesús, quién es, qué me dice?

¡Cuántas respuestas!

Jesús puede convertirse en una esperanza, en una nostalgia, en una ternura: la ternura del sueño de la persona que quisiera creer en un Dios cercano, que compartiera y participara en la vida. O bien, en respuestas que, con los ojos puestos en el catecismo, tienen la respuesta empaquetada: “Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.” ¡Afirmación “correcta”, pero muy lejana del corazón!

La muchedumbre había proclamado a Jesús como Mesías. Así como los discípulos, igual que los apóstoles, lo mismo que la comunidad de Roma, a la que se dirigía el Evangelio de Marcos. ¿Pero, en realidad, de qué valió?

Simón y Pedro

Sin embargo, Simón se atreve y, como siempre, se lanza: tú eres el Mesías, el Cristo. Es una respuesta fuerte, exagerada, valiente, pues Jesús no se parece en nada al “mesías” que la gente se esperaba. Es tan corriente, tan normal, tan modesto, tan flexible, tan misericordioso… No se parece en nada.

Jesús mira a Simón, contento, y le anuncia que será Pedro, que será una roca en su interior. Simón, el pescador, reconoce en Jesús al Cristo.

Y Jesús, reconocido como Cristo, le devuelve el favor y le desvela que él es “piedra”. Roca de sustentación.

Hermanos, si nos acercamos a Jesús y lo reconocemos como Señor, enseguida reconoceremos quienes somos nosotros de verdad, en nuestro interior. Dios descubre siempre a cada persona quién es ella en lo profundo de su ser.

Cristo según Jesús

Jesús, para que no haya equívocos, muestra enseguida lo que significa ser Cristo, ser Mesías: es entregarse hasta la muerte. Pero esto nos deja, a los discípulos de entonces y a nosotros ahora, desalentados, atónitos, y hasta escandalizados.

Pero cómo... ¿y entonces el Dios omnipotente, eficiente, que interviene sanando nuestras enfermedades? ¿Dónde está? Indudablemente está, pero después de pasar por la escandalosa lógica de la cruz.

No digamos que Jesús es el Cristo si antes no subimos con Él a la cruz.

No nos atrevamos a hacer esta afirmación si antes no hemos saboreado la exageración y el sufrimiento de la entrega, si antes nuestra vida no ha sido arada y cavada por el surco de la cruz, si antes no hemos amado hasta sentirnos mal, si nuestro corazón no ha sido convertido por el regalo de la compasión. Esta cruz que se convierte en la medida del regalo, en el juicio sobre el mundo, en la unidad de medida del nuevo sistema de amor al hermano.

También Pedro y los otros discípulos tendrán que pasar por el Gólgota antes de entrar definitivamente en la dinámica del Reino de Dios. Isaías intuye y profetiza esta nueva perspectiva de un Mesías sufriente, y Santiago nos recuerda en su carta que nuestra fe no se queda en la Palabra sino que se convierte en obras, y que sólo así testimoniaremos de verdad haber encontrado a Cristo, el Señor.

Iniciemos así el regreso a las actividades de este otoño que se acerca: preguntémonos, una vez más, quién es para nosotros, hoy, el Señor Jesús.

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