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sábado, 23 de octubre de 2021

DOMINGO 30º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera Lectura: Jer 31, 7-9
Salmo Responsorial: Sal 125
Segunda Lectura: Heb 5, 1-6
Evangelio: Mc 10, 46-52

  Jesús está a punto de subir a Jerusalén. Menos de treinta kilómetros lo separan de su muerte.

La última etapa, Jericó, cierra la parte central del evangelio de Marcos. En las últimas semanas hemos leído los variados discursos que Jesús les ha dirigido a sus discípulos, temas centrales como el matrimonio, el seguimiento, la pobreza. Pero los discípulos, todavía el domingo pasado, parecen no entender nada.

Jericó era la última etapa para los romeros que subían a Jerusalén: por eso, a la salida de la ciudad, decenas de mendigos se amontonaban esperando conseguir algunas monedas de los viajeros bien dispuestos que pasaban por allí.

Entre ellos Bartimeo, que se va a convertir en el modelo del discípulo.

Bartimeo

La narración de la curación del ciego es una brillante metáfora del camino que ha de hacer el verdadero discípulo. No como los apóstoles que están verdaderamente ciegos, ilusionados todavía con fundar un reino terrenal, minimizando y esquivando las profecías referidas a la muerte de Jesús.

Bartimeo está en la cuneta del camino, no puede hacer más que esperar como muchas personas que encontramos hoy, resignadas por la situación económica, por el desaliento existencial, con una perspectiva limitada y asfixiante de la vida. Como tantos mendigos, Bartimeo sólo vive de limosna.

Hasta que oye hablar de Jesús. No lo conoce, pero alguien le había contado cosas de él. Ahora, el deseo y la curiosidad toman la delantera.

Bartimeo empieza susurrando y termina gritando. Pide piedad.

Piedad, porque no tiene luz en el corazón. Piedad, porque está paralizado por el miedo. Piedad, porque no sabe lo que ha de hacer.

Como ese grito atávico que sale de lo profundo de uno cuando la vida nos apalea y no nos resignamos a ello. Como ese deseo que parece volverse loco en nosotros cuando nos planteamos el sentido de la vida. Como la toma de conciencia de ser mendigo, cuando no tenemos en nosotros mismos las respuestas que buscamos, y tenemos que esperarlas de otros.

Silencios y gritos

A Bartimeo se le pide cortésmente que se calle. Como se nos solicita a nosotros en tantas ocasiones.

Nos lo piden los amigos de de la tertulia o del bar; la gente con la que nos encontramos; los que consideran una tontería el descubrimiento de la interioridad; los que, sin haber buscado, impiden que los otros partan y salgan de sí. Pero también nos lo piden los creyentes que ponen palos en las ruedas y límites a la acción de Dios; los que ponen condiciones, que miran desde lo alto  y desde la prepotencia de sus certezas de fe a quién mendiga un poco de sentido de la vida.

Es mejor guardar silencio, amigos, resignarse... Dios no existe y, si existe, seguro que no es para alguien cómo tú…

En cambio Bartimeo grita, vocea.

Grita como la poderosa imagen del pálido cuadro de Munch. Grita su propia angustia para liberarse de ella. Y Jesús lo oye y manda a alguien a por él.

Jesús busca alcanzarnos mediante el rostro de un hermano que se preocupa de nosotros, aunque no nos conozca. Y nos habla dando ánimos.

Alguien, un discípulo, un amigo, un acontecimiento, que nos repite: “¡Ánimo! Levántate que Jesús te llama.”

¡Fiémonos, porque los hermanos que nos invitan a tener ánimo lo hacen con amor y desinterés, levantémonos de nuestras parálisis, abandonemos nuestros miedos inconmensurables, soltemos la capa de la queja y dejémonos ser alcanzados por el Señor!

Bartimeo suelta el manto. Es el único vestido del pobre. Deja todo lo que tiene y hace lo que el hombre rico, aquél de hace un par de domingos, no supo hacer.

El ciego pega un salto y el manto doblado, que ponía sobre las piernas para recoger las pocas monedas, va por los aires. Ha intuido, ha captado la novedad de la llamada de Jesús, pero primero tiene que liberarse.

A menudo, pedimos, gritamos nuestro dolor a Dios pero no estamos dispuestos a confiarnos a él, a correr junto a él, a liberarnos del manto que nos retiene atados a nuestras rutinas.

 Diálogo

El diálogo entre el ciego y Jesús da escalofríos.

¿Qué quieres que te haga? El Señor, hoy y siempre,  nos pregunta qué es lo que queremos de él. Podríamos pedirle mil cosas: suerte, dinero, afecto, salud, carrera. Pidámosle solamente una cosa: la luz.

Luz: ¿qué importa tener suerte si no sabemos reconocer quién nos la ha dado? Luz: ¿cuánto dinero hace falta para llenar el corazón insatisfecho de deseo? Luz: ¿cuántas veces el cariño se convierte en opresión y dolor? Luz: ¿qué importa tener salud si malgastamos la vida que Dios nos da? Luz: ¿qué importa convertirse en alguien importante si nos quedamos en tinieblas?

Él nos la concede. El Señor nos devuelve la luz a los ojos y al corazón. Ahora, iluminados, como Bartimeo, podemos convertirnos en discípulos.

Iluminados

Bartimeo sigue siendo el mismo que era, su vida no cambia, pero ahora ve, ahora sabe adónde ir, ahora se pone a seguir a Jesús. Lo sigue a lo largo del camino.

El cristiano vive las dificultades y los problemas de todos, no es alguien diferente, ni mejor, sólo que ve la realidad a la luz del evangelio. Y vistas así las cosas ya no dan miedo, la oscuridad es soportable y el Señor nos cambia la vida.

Esto es lo que tenemos que anunciar como cristianos: hay alguien que te devuelve luz, que te permite de ver claro, y ese alguien es Dios.

Los discípulos de Jesús, en los primeros años, fueron llamados de distintos modos: “nazarenos”, “los que siguen el camino” y, también, “iluminados”, los nacidos de la luz.

No tenemos que llevar nuestra propia luz como algo añadido, sólo hemos de permanecer encendidos, abrazando fuerte al Evangelio y al Maestro, para recibir de él la luz y la paz.

En las densas tinieblas del dolor somos capaces de comunicar la luz, no la nuestra sino la del Señor Jesús. El cristiano se vuelve así, como Bartimeo, en el que grita que Jesús, el Hijo de David, lo ha curado, despreocupándose de los reproches de quienes están alrededor, y que quieren hacerlo callar.

El cristiano narra, cuenta, las obras de curación interior que ha tenido, más atento a testimoniar la extraordinaria generosidad de Cristo que a  detenerse en las propias miserias. El cristiano está atento a las mil cegueras, a los miles de mendigos de sentido y de felicidad que se encuentra en el camino.

DOMUND

Ésta es luz que tenemos que aprender a relatar en nuestro mundo.

El lema de la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND) que hoy celebramos, “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20), es una invitación a cada uno de nosotros a “hacernos cargo” y dar a conocer aquello que tenemos en el corazón. Esta misión es y ha sido siempre la identidad de la Iglesia. La Iglesia existe para evangelizar; esa es su razón de ser. Por eso, si nos aislamos en nosotros mismos, o nos encerramos en pequeños grupos, nuestra vida de fe se debilitará, perderá impulso profético y capacidad de asombro y gratitud; la Iglesia por su propia dinámica exige una creciente apertura capaz de llegar y abrazar a todos.

Hermanos, como el ciego de Jericó, después de encontrarnos con el Señor: contemos lo que hemos visto y oído.

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