La última etapa, Jericó, cierra la parte central
del evangelio de Marcos. En las últimas semanas hemos leído los variados discursos
que Jesús les ha dirigido a sus discípulos, temas centrales como el matrimonio,
el seguimiento, la pobreza. Pero los discípulos, todavía el domingo pasado, parecen
no entender nada.
Jericó era la última etapa para los romeros que subían
a Jerusalén: por eso, a la salida de la ciudad, decenas de mendigos se amontonaban
esperando conseguir algunas monedas de los viajeros bien dispuestos que pasaban
por allí.
Entre ellos Bartimeo, que se va a convertir en el modelo
del discípulo.
Bartimeo
La narración de la curación del ciego es una brillante
metáfora del camino que ha de hacer el verdadero discípulo. No como los
apóstoles que están verdaderamente ciegos, ilusionados todavía con fundar un
reino terrenal, minimizando y esquivando las profecías referidas a la muerte de
Jesús.
Bartimeo está en la cuneta del camino, no puede
hacer más que esperar como muchas personas que encontramos hoy, resignadas por
la situación económica, por el desaliento existencial, con una perspectiva
limitada y asfixiante de la vida. Como tantos mendigos, Bartimeo sólo vive de
limosna.
Hasta que oye hablar de Jesús. No lo conoce, pero
alguien le había contado cosas de él. Ahora, el deseo y la curiosidad toman la
delantera.
Bartimeo empieza susurrando y termina gritando. Pide
piedad.
Piedad, porque no tiene luz en el corazón. Piedad,
porque está paralizado por el miedo. Piedad, porque no sabe lo que ha de hacer.
Como ese grito atávico que sale de lo profundo de
uno cuando la vida nos apalea y no nos resignamos a ello. Como ese deseo que parece
volverse loco en nosotros cuando nos planteamos el sentido de la vida. Como la
toma de conciencia de ser mendigo, cuando no tenemos en nosotros mismos las
respuestas que buscamos, y tenemos que esperarlas de otros.
Silencios y gritos
A Bartimeo se le pide cortésmente que se calle.
Como se nos solicita a nosotros en tantas ocasiones.
Nos lo piden los amigos de de la tertulia o del
bar; la gente con la que nos encontramos; los que consideran una tontería el
descubrimiento de la interioridad; los que, sin haber buscado, impiden que los otros
partan y salgan de sí. Pero también nos lo piden los creyentes que ponen palos
en las ruedas y límites a la acción de Dios; los que ponen condiciones, que
miran desde lo alto y desde la
prepotencia de sus certezas de fe a quién mendiga un poco de sentido de la vida.
Es mejor guardar silencio, amigos, resignarse...
Dios no existe y, si existe, seguro que no es para alguien cómo tú…
En cambio Bartimeo grita, vocea.
Grita como la poderosa imagen del pálido cuadro de
Munch. Grita su propia angustia para liberarse de ella. Y Jesús lo oye y manda
a alguien a por él.
Jesús busca alcanzarnos mediante el rostro de un
hermano que se preocupa de nosotros, aunque no nos conozca. Y nos habla dando
ánimos.
Alguien, un discípulo, un amigo, un
acontecimiento, que nos repite: “¡Ánimo! Levántate que Jesús te llama.”
¡Fiémonos, porque los hermanos que nos invitan a
tener ánimo lo hacen con amor y desinterés, levantémonos de nuestras parálisis,
abandonemos nuestros miedos inconmensurables, soltemos la capa de la queja y dejémonos
ser alcanzados por el Señor!
Bartimeo suelta el manto. Es el único vestido del
pobre. Deja todo lo que tiene y hace lo que el hombre rico, aquél de hace un
par de domingos, no supo hacer.
El ciego pega un salto y el manto doblado, que
ponía sobre las piernas para recoger las pocas monedas, va por los aires. Ha
intuido, ha captado la novedad de la llamada de Jesús, pero primero tiene que
liberarse.
A menudo, pedimos, gritamos nuestro dolor a Dios
pero no estamos dispuestos a confiarnos a él, a correr junto a él, a liberarnos
del manto que nos retiene atados a nuestras rutinas.
Diálogo
El diálogo entre el ciego y Jesús da escalofríos.
¿Qué quieres que te haga? El Señor, hoy y siempre,
nos pregunta qué es lo que queremos de él. Podríamos pedirle mil cosas: suerte,
dinero, afecto, salud, carrera. Pidámosle solamente una cosa: la luz.
Luz: ¿qué importa tener suerte si no sabemos
reconocer quién nos la ha dado? Luz: ¿cuánto dinero hace falta para llenar el
corazón insatisfecho de deseo? Luz: ¿cuántas veces el cariño se convierte en opresión
y dolor? Luz: ¿qué importa tener salud si malgastamos la vida que Dios nos da? Luz:
¿qué importa convertirse en alguien importante si nos quedamos en tinieblas?
Él nos la concede. El Señor nos devuelve la luz a
los ojos y al corazón. Ahora, iluminados, como Bartimeo, podemos convertirnos en
discípulos.
Iluminados
Bartimeo sigue siendo el mismo que era, su vida no
cambia, pero ahora ve, ahora sabe adónde ir, ahora se pone a seguir a Jesús. Lo
sigue a lo largo del camino.
El cristiano vive las dificultades y los problemas
de todos, no es alguien diferente, ni mejor, sólo que ve la realidad a la luz
del evangelio. Y vistas así las cosas ya no dan miedo, la oscuridad es
soportable y el Señor nos cambia la vida.
Esto es lo que tenemos que anunciar como
cristianos: hay alguien que te devuelve luz, que te permite de ver claro, y ese
alguien es Dios.
Los discípulos de Jesús, en los primeros años,
fueron llamados de distintos modos: “nazarenos”, “los que siguen el camino” y,
también, “iluminados”, los nacidos de la luz.
No tenemos que llevar nuestra propia luz como algo
añadido, sólo hemos de permanecer encendidos, abrazando fuerte al Evangelio y al
Maestro, para recibir de él la luz y la paz.
En las densas tinieblas del dolor somos capaces de
comunicar la luz, no la nuestra sino la del Señor Jesús. El cristiano se vuelve
así, como Bartimeo, en el que grita que Jesús, el Hijo de David, lo ha curado,
despreocupándose de los reproches de quienes están alrededor, y que quieren
hacerlo callar.
El cristiano narra, cuenta, las obras de curación
interior que ha tenido, más atento a testimoniar la extraordinaria generosidad
de Cristo que a detenerse en las propias
miserias. El cristiano está atento a las mil cegueras, a los miles de mendigos
de sentido y de felicidad que se encuentra en el camino.
DOMUND
Ésta es luz que tenemos que aprender a relatar en
nuestro mundo.
El lema de la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND)
que hoy celebramos, “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y
oído” (Hch 4, 20), es una invitación a cada uno de nosotros a “hacernos
cargo” y dar a conocer aquello que tenemos en el corazón. Esta misión es y ha sido
siempre la identidad de la Iglesia. La Iglesia existe para evangelizar; esa es
su razón de ser. Por eso, si nos aislamos en nosotros mismos, o nos encerramos en
pequeños grupos, nuestra vida de fe se debilitará, perderá impulso profético y
capacidad de asombro y gratitud; la Iglesia por su propia dinámica exige una
creciente apertura capaz de llegar y abrazar a todos.
Hermanos, como el ciego de Jericó, después de
encontrarnos con el Señor: contemos lo que hemos visto y oído.
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