Estamos a punto de concluir el año litúrgico; dentro
de poco despediremos a Marcos y su evangelio para iniciar, junto con Lucas, un
nuevo recorrido en preparación de la Navidad. Pero antes, Marcos nos invita todavía
a una reflexión incómoda y comprometida.
En estos tiempos en que todos estamos ocupados en sobrevivir,
la Iglesia se atreve a pedirnos ir más allá, a no pararnos en una visión
pequeñita y autorreferencial de nuestra vida.
Hoy la Palabra de Dios nos orienta en una
dirección difícil y comprometida, nos invita a mirar hacia adelante, hacia otro
lugar y con otra mirada.
Crisis
La comunidad de Marcos estaba en dificultad. Es la
década de los 60 del siglo I, y ver lo que pasaba entonces nos ayuda a
comprender el texto de este domingo.
- El año 61 hubo un gran terremoto en Asia
Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche
- El 63 hubo un terremoto en Pompeya y
Herculano, distinto de la erupción del Vesubio el año 79.
- El 64 tuvo lugar el incendio de Roma, al
parecer decidido por Nerón y del que éste culpó a los cristianos.
- El 66 se produce la rebelión de los judíos
contra Roma; la guerra durará hasta el año 70 y terminará con el incendio del
templo y de Jerusalén.
- El 68 hubo otro terremoto en Roma, poco
antes de la muerte de Nerón.
- El 69, una profunda crisis a la muerte de
Nerón, con tres emperadores en un solo año (Otón, Vitelio y Vespasiano).
En una mentalidad apocalíptica, los terremotos, los incendios, las guerras y las disensiones son signos indiscutibles de que el fin del mundo es inminente. El imperio romano atravesaba una crisis profunda, pareciendo estar en disolución. La situación era muy parecida a la que estamos viviendo, una situación de final de un sistema, de transición de una época. Algunos exegetas incluso creen que Marcos reabrió su obra, una vez concluida, para insertar un capítulo nuevo, el decimotercero. Con él pretendía precisamente alentar a los discípulos.
El lenguaje es el habitual en tiempo de Jesús,
hecho de imágenes enigmáticas y de hipérboles, no para tomarlo todo al pie de
la letra sino para ser interpretado correctamente. Es un mensaje de esperanza
que no quiere asustar sino alentar: caerán las estrellas, es decir los astros
venerados por las religiones paganas. La pequeña fe cristiana, en cambio, está
protegida por su Señor y no tiene que nada temer.
¿Qué sucederá mañana? ¿Cómo va a acabar la
Historia? ¿Qué será de nosotros?
Muchas predicaciones, más bien medievales, y
películas de “serie B” nos representan el fin del mundo como un delirio de
llamas y destrucción, como un juicio final hecho de calima y de miedo.
Y no es así. Nosotros creemos que Cristo, resucitado y ascendido al Padre, volverá en la plenitud de los tiempos, volverá para completar su Reino; las almas de nuestros difuntos retomarán los mismos cuerpos transfigurados y renacidos, y eso será la plenitud. Entretanto – y esto es verdaderamente doloroso – nuestro simpático de Dios nos ha confiado esta frágil Iglesia, con la tarea de hacer crecer su Reino en esta tierra.
San Pablo se preguntaba por qué Cristo tardaba
tanto en volver, teniendo en cuenta la fuerte tensión que había en las comunidades
por el regreso del Señor, que no acababa de llegar. Su apasionada respuesta era:
si Cristo es el jefe, la cabeza, y nosotros somos los elementos del cuerpo, él
volverá únicamente cuando todo el cuerpo esté desarrollado, dispuesto y acabado.
Éste tiempo de espera es el tiempo de la Iglesia. No
el tiempo de permanecer sentados esperando, como está sucediendo, sino el
tiempo de anunciar el Evangelio, hasta que el Señor vuelva.
Una corriente del pensamiento hebreo contemporáneo
invita a todos, también los no judíos, a comportarse con rectitud, para
acelerar la llegada del Mesías, que para nosotros sería el retorno de Cristo.
¿No es una razón suficiente para cambiar el mundo
a partir de nosotros mismos?
En otro lugar
Jesús nos lo recuerda: la construcción del Reino
no es para nada algo sencillo, no es un paseo glorioso, es ser trastocado por
el Evangelio y comenzar el camino del discípulo. Un camino que significa entregarse
a una actitud de cambio permanente, de trabajo para afrontar las
contradicciones de uno mismo y del mundo. El Reino de Dios padece violencia y
dificultad, no se muestra simplemente en concentraciones masivas de fieles con
dimensiones oceánicas, ni en obras extraordinarias o en fenómenos
espectaculares, mágicos o fuera de lugar, ni siquiera en la admiración de un
Papa maravilloso.
El Reino de Dios se expande en medio de los signos
de contradicción, de la fatiga entre el “ya pero todavía no”, alejándonos, siempre
que podamos, de la lógica empresarial del éxito medible que, desgraciadamente,
a veces también se introduce en la lógica eclesial.
En la narración del evangelio de hoy, los ángeles
reúnen a los discípulos desde los cuatro rincones de la tierra: es decir, los
que afrontan con serenidad la construcción del Reino de Dios son reunidos y sostenidos.
Sólo la Palabra de Dios y la certeza de haber experimentado al Señor, o de
haber intuido su presencia, nos hacen capaces de ir adelante luchando entre las
persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.
Es una señal de inmenso consuelo ver cuánto bien está
haciendo el Señor en muchos corazones, y cómo la Palabra de Dios ya es luz para
muchas personas buscadoras de Dios y, sobre todo, consuelo para los derrotados.
Se trata de mirar de otro modo a nuestro
alrededor, y fuera de nuestro pequeño mundo, descubriendo que hay un modo diferente
de ser Iglesia, aun andando extraviados en nuestros pueblos y ciudades, a
menudo sin ningún punto de apoyo al que agarrarse. La Palabra del Dios, que no
pasa, nos dice que el Señor está a la puerta llamando y que nos pide entrar en
nuestra casa.
Con otra mirada
Sin embargo, parece que el hombre esté concentrado
en destruir su propio futuro, ignorando las llamadas de la naturaleza, haciendo
prevalecer la lógica del provecho a cualquier precio, acentuando las diferencias
y convirtiéndolas en divisiones y odios políticos, raciales o religiosos. Y no
sólo en los conflictos en las fronteras de la Unión Europea, con motivo de las
migraciones, sino también en tantos otros países de América, África o Asia;
pero resulta que lo que no nos afecta muy de cerca nos importa menos, y lo que
es lejano o desconocido lo ignoramos.
El fin del mundo lo vamos construyendo día a día
y, a menudo, lo vivimos como un acontecimiento ineludible y, con un creciente fatalismo,
no hacemos otra cosa que ampararnos en una vida privada miope, de respiración
corta y de corto recorrido.
Estamos llamados, en cambio, a remangarnos y hacer
presente en el mundo este Reino de Dios todavía no plenamente realizado, estamos
llamados a convertirnos en profetas de conversión y de esperanza, no en tristes
profetas de desdichas.
El mundo nos precipita en la nada, pero en los
brazos de Dios y de su Palabra - que es refugio y que permanece para siempre – es
donde la Iglesia tiene su agarradero para leer la historia y para ver el Reino
que avanza.
No es fácil verlo, es obvio. Pero hay muchas
personas, muchas realidades de Iglesia, de las parroquias enormes de las
grandes ciudades, o de las dispersas por pueblos y aldeas, en las que hay comunidades
dinámicas y comunidades dormidas, con la tradición y la innovación mezcladas, con
fatiga y con esperanza, con profecía y con lentitud. No es fácil verlo, pero se
ve. Se ve la obra extraordinaria que el Señor cumple en cada uno de nosotros.
Si nos rendimos a la Palabra de Dios y a su amor,
a pesar de la fatiga, del dolor, de la lógica del mundo todavía instalada en nuestros
corazones y en nuestros juicios, veremos al Espíritu que avanza y que le dice a
la Iglesia su esposa: ¡ven!
¿No lo veis también vosotros?
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