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sábado, 13 de noviembre de 2021

DOMINGO 33º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


 Primera Lectura: Dn 12, 1-3
Salmo Responsorial: Sal 15
Segunda Lectura: Heb 10, 11-14.18
Evangelio: Mc 13, 24-32


Estamos a punto de concluir el año litúrgico; dentro de poco despediremos a Marcos y su evangelio para iniciar, junto con Lucas, un nuevo recorrido en preparación de la Navidad. Pero antes, Marcos nos invita todavía a una reflexión incómoda y comprometida.

En estos tiempos en que todos estamos ocupados en sobrevivir, la Iglesia se atreve a pedirnos ir más allá, a no pararnos en una visión pequeñita y autorreferencial de nuestra vida.

Hoy la Palabra de Dios nos orienta en una dirección difícil y comprometida, nos invita a mirar hacia adelante, hacia otro lugar y con otra mirada.

Crisis

La comunidad de Marcos estaba en dificultad. Es la década de los 60 del siglo I, y ver lo que pasaba entonces nos ayuda a comprender el texto de este domingo.

- El año 61 hubo un gran terremoto en Asia Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche

- El 63 hubo un terremoto en Pompeya y Herculano, distinto de la erupción del Vesubio el año 79.

- El 64 tuvo lugar el incendio de Roma, al parecer decidido por Nerón y del que éste culpó a los cristianos.

- El 66 se produce la rebelión de los judíos contra Roma; la guerra durará hasta el año 70 y terminará con el incendio del templo y de Jerusalén.

- El 68 hubo otro terremoto en Roma, poco antes de la muerte de Nerón.

- El 69, una profunda crisis a la muerte de Nerón, con tres emperadores en un solo año (Otón, Vitelio y Vespasiano).

 En una mentalidad apocalíptica, los terremotos, los incendios, las guerras y las disensiones son signos indiscutibles de que el fin del mundo es inminente. El imperio romano atravesaba una crisis profunda, pareciendo estar en disolución. La situación era muy parecida a la que estamos viviendo, una situación de final de un sistema, de transición de una época. Algunos exegetas incluso creen que Marcos reabrió su obra, una vez concluida, para insertar un capítulo nuevo, el decimotercero. Con él pretendía precisamente alentar a los discípulos.

El lenguaje es el habitual en tiempo de Jesús, hecho de imágenes enigmáticas y de hipérboles, no para tomarlo todo al pie de la letra sino para ser interpretado correctamente. Es un mensaje de esperanza que no quiere asustar sino alentar: caerán las estrellas, es decir los astros venerados por las religiones paganas. La pequeña fe cristiana, en cambio, está protegida por su Señor y no tiene que nada temer.

¿Qué sucederá mañana? ¿Cómo va a acabar la Historia? ¿Qué será de nosotros?

Muchas predicaciones, más bien medievales, y películas de “serie B” nos representan el fin del mundo como un delirio de llamas y destrucción, como un juicio final hecho de calima y de miedo.

Y no es así. Nosotros creemos que Cristo, resucitado y ascendido al Padre, volverá en la plenitud de los tiempos, volverá para completar su Reino; las almas de nuestros difuntos retomarán los mismos cuerpos transfigurados y renacidos, y eso será la plenitud. Entretanto – y esto es verdaderamente doloroso – nuestro simpático de Dios nos ha confiado esta frágil Iglesia, con la tarea de hacer crecer su Reino en esta tierra.

San Pablo se preguntaba por qué Cristo tardaba tanto en volver, teniendo en cuenta la fuerte tensión que había en las comunidades por el regreso del Señor, que no acababa de llegar. Su apasionada respuesta era: si Cristo es el jefe, la cabeza, y nosotros somos los elementos del cuerpo, él volverá únicamente cuando todo el cuerpo esté desarrollado, dispuesto y acabado.

Éste tiempo de espera es el tiempo de la Iglesia. No el tiempo de permanecer sentados esperando, como está sucediendo, sino el tiempo de anunciar el Evangelio, hasta que el Señor vuelva.

Una corriente del pensamiento hebreo contemporáneo invita a todos, también los no judíos, a comportarse con rectitud, para acelerar la llegada del Mesías, que para nosotros sería el retorno de Cristo.

¿No es una razón suficiente para cambiar el mundo a partir de nosotros mismos?

En otro lugar

Jesús nos lo recuerda: la construcción del Reino no es para nada algo sencillo, no es un paseo glorioso, es ser trastocado por el Evangelio y comenzar el camino del discípulo. Un camino que significa entregarse a una actitud de cambio permanente, de trabajo para afrontar las contradicciones de uno mismo y del mundo. El Reino de Dios padece violencia y dificultad, no se muestra simplemente en concentraciones masivas de fieles con dimensiones oceánicas, ni en obras extraordinarias o en fenómenos espectaculares, mágicos o fuera de lugar, ni siquiera en la admiración de un Papa maravilloso.

El Reino de Dios se expande en medio de los signos de contradicción, de la fatiga entre el “ya pero todavía no”, alejándonos, siempre que podamos, de la lógica empresarial del éxito medible que, desgraciadamente, a veces también se introduce en la lógica eclesial.

En la narración del evangelio de hoy, los ángeles reúnen a los discípulos desde los cuatro rincones de la tierra: es decir, los que afrontan con serenidad la construcción del Reino de Dios son reunidos y sostenidos. Sólo la Palabra de Dios y la certeza de haber experimentado al Señor, o de haber intuido su presencia, nos hacen capaces de ir adelante luchando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.

Es una señal de inmenso consuelo ver cuánto bien está haciendo el Señor en muchos corazones, y cómo la Palabra de Dios ya es luz para muchas personas buscadoras de Dios y, sobre todo, consuelo para los derrotados.

Se trata de mirar de otro modo a nuestro alrededor, y fuera de nuestro pequeño mundo, descubriendo que hay un modo diferente de ser Iglesia, aun andando extraviados en nuestros pueblos y ciudades, a menudo sin ningún punto de apoyo al que agarrarse. La Palabra del Dios, que no pasa, nos dice que el Señor está a la puerta llamando y que nos pide entrar en nuestra casa.

Con otra mirada

Sin embargo, parece que el hombre esté concentrado en destruir su propio futuro, ignorando las llamadas de la naturaleza, haciendo prevalecer la lógica del provecho a cualquier precio, acentuando las diferencias y convirtiéndolas en divisiones y odios políticos, raciales o religiosos. Y no sólo en los conflictos en las fronteras de la Unión Europea, con motivo de las migraciones, sino también en tantos otros países de América, África o Asia; pero resulta que lo que no nos afecta muy de cerca nos importa menos, y lo que es lejano o desconocido lo ignoramos.

El fin del mundo lo vamos construyendo día a día y, a menudo, lo vivimos como un acontecimiento ineludible y, con un creciente fatalismo, no hacemos otra cosa que ampararnos en una vida privada miope, de respiración corta y de corto recorrido.

Estamos llamados, en cambio, a remangarnos y hacer presente en el mundo este Reino de Dios todavía no plenamente realizado, estamos llamados a convertirnos en profetas de conversión y de esperanza, no en tristes profetas de desdichas.

El mundo nos precipita en la nada, pero en los brazos de Dios y de su Palabra - que es refugio y que permanece para siempre – es donde la Iglesia tiene su agarradero para leer la historia y para ver el Reino que avanza.

No es fácil verlo, es obvio. Pero hay muchas personas, muchas realidades de Iglesia, de las parroquias enormes de las grandes ciudades, o de las dispersas por pueblos y aldeas, en las que hay comunidades dinámicas y comunidades dormidas, con la tradición y la innovación mezcladas, con fatiga y con esperanza, con profecía y con lentitud. No es fácil verlo, pero se ve. Se ve la obra extraordinaria que el Señor cumple en cada uno de nosotros.

Si nos rendimos a la Palabra de Dios y a su amor, a pesar de la fatiga, del dolor, de la lógica del mundo todavía instalada en nuestros corazones y en nuestros juicios, veremos al Espíritu que avanza y que le dice a la Iglesia su esposa: ¡ven!

¿No lo veis también vosotros?

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