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sábado, 11 de diciembre de 2021

DOMINGO 3º DE ADVIENTO (Ciclo C)

Compartid, no robéis, no seáis violentos, vivid alegres...

Primera Lectura: Sof 3, 14-18
Salmo Responsorial: Is 12, 2-6
Segunda Lectura: Flp 4, 4-7
Evangelio: Lc 3, 10-18


Todos somos buscadores de felicidad. Nuestra vida se consume tras la afanada búsqueda de la alegría y podemos leer nuestras vidas conforme al deseo, que llevamos dentro de nosotros, de vivir en la alegría. Todos, bien o mal, buscamos la felicidad pero no sabemos bien a quién hacer caso.

También la Biblia tiene que algo decirnos en esto. En la Escritura se usan más de veinticinco términos para describir la felicidad. Y eso para desmentir a aquellos que piensan que la religión es una experiencia triste y dolorosa. Y también para invitar a los católicos, que viven la fe como una cruz, a convertirse a la alegría. En este tercer domingo de Adviento, a la espera del Señor, la alegría es la protagonista de la liturgia.

El profeta Sofonías exulta de júbilo porque ante la desastrosa indiferencia de Israel, el Señor, en lugar de azuzar su legítima cólera, promete una nueva alianza. Pablo invita los Filipenses a alegrarse por la presencia del Señor que viene a visitarnos continuamente allá donde estemos. Pero es Juan Bautista, el protagonista del tiempo de Adviento, el que se atreve a más.

¿Qué debemos hacer?

La gente que había bajado desde Jerusalén hasta las cercanías de Jericó para ver al Bautista, un profeta de pasión ardiente, quedaba turbada, inquieta, sacudida. ¿Y si Juan tuviera razón? ¿Si, de verdad,  la vida no fuera ese caos enmarañado que nos da más trabajo que alegrías? Es exigente Juan Bautista, duro como sólo los profetas saben serlo.

Alguno, se acerca tímidamente al profeta y le pregunta: ¿Qué debemos hacer? Ésta es también la pregunta que surge en nuestro corazón cuando nos miramos dentro, cuando dejamos que el silencio evidencie y desenmascare nuestra sed de felicidad y de bondad; cuando una tragedia inesperada nos despierta a la dureza y a la verdad de la vida; cuando queremos prepararnos a una Navidad que no se quede simplemente en un emotivo cosquilleo interior, sino que llegue a ser una auténtica conversión a la luz y a la paz, tan necesitada en estos tiempos.

Juan responde con pequeños consejos, banales en apariencia, muy distintos de las grandes proclamas que esperaríamos, de las exigentes opciones radicales que debería proclamar. Él responde: compartid, no robéis, no seáis  violentos. Uno se queda asombrado con esto… y hasta un poco decepcionado.

Al pueblo creyente y devoto, Juan le pide que comparta, que no permita que la fe se reduzca sólo a oración, o a una vaga pertenencia a un movimiento, sino que haga vibrar esa fe en la vida, que ella contagie nuestras vidas y nuestras opciones concretas, para no hacer esquizofrénica nuestra religiosidad.

A los publicanos, recaudadores de impuestos y ladrones, les pide que sean honestos; que no exijan más de la cuenta, aduciendo excusas y justificaciones inconsistentes. Como cuando, entre nosotros, los profesionales exigen demasiado dinero por su competencia, amparándose en las tarifas establecidas, y olvidándose  del difícil momento que la gente está viviendo.

A los soldados, acostumbrados a la violencia y la fuerza, el Bautista les pide contención y justicia, les pide no abusar del poder.

 

Ser justos

Juan Bautista tenía razón; es de las pequeñas cosas de donde nace la acogida. Porque quizás también a nosotros nos pasa que imaginamos improbables heroísmos: marcharé a África de voluntario -  y mientras tanto no veo a mi vecina de enfrente que es anciana y está sola -; iré una semana a un monasterio, en silencio - y mientras tanto no encuentro siquiera cinco minutos de oración al día -;  dedicaré un tiempo a la reflexión - y no tengo siquiera el ánimo de eliminar alguna reunión de la agenda que está al borde del colapso -.

Juan tiene razón. Hagamos bien lo que tenemos que hacer, hagámoslo con alegría, hagámoslo con sencillez y nos convertiremos en profecía, en camino dispuesto para acoger al Mesías, que viene.

Para los publicanos era normal el robar, era normal para los soldados ser prepotentes, y era normal para la gente acumular lo poco que ganaba. Juan les enseña una historia alternativa: sé honesto, no seas prepotente, comparte.

Hazte un héroe, incluso hoy, siendo integérrimo en la honestidad en el trabajo; hazte un profeta, siendo una persona templada en un mundo de tiburones; hazte desconcertante, poniendo gestos de gratuidad en una sociedad que sólo busca el rendimiento a toda costa.

Dios se hace pequeño y es sólo en las pequeñas actitudes donde  podemos localizar su estela luminosa.

¿Será él?

La gente se mostraba inquieta. Juan era un hombre bueno que les mostraba un camino sencillo y los escuchaba. ¿No será éste él el Mesías? No, la buena noticia es otra: está llegando uno más fuerte que bautizará en Espíritu Santo y fuego. Está llegando Cristo, él es la respuesta a todo lo que tenéis que hacer, él es el que abrasa desde dentro, el que nos dará la fuerza. Juan aún no lo conocía, sin embargo su corazón latía de alegría. Jesús es fuego, no una piadosa devoción, no una bonita costumbre ni una sagrada tradición, ni siquiera una sabiduría a la que seguir.

Es fuego, fuego que abrasa, que provoca, que calienta, que ilumina, que inquieta desde lo más hondo, que desquicia, que llena en plenitud. El Bautista ya saboreaba su presencia, ya acogía su inmensa figura, inesperada y desconcertante. Sin embargo Juan, el más grande entre los nacidos de mujer, será matado por el baile sensual de una adolescente, asesinado por un rey pelele súbdito de sus propios deseos y de la opinión de la gente.

Alegría

Pero Juan es feliz, siempre y en toda situación; ya tiene el corazón colmado de alegría aunque todavía espere, aunque aún no vea. Pero se alegra.

El anuncio que hace, la “buena noticia” entre tantas horribles noticias que nos alcanzan, es precisamente esto: Dios nos ama y nos lo demuestra en Jesucristo.

Acoger a Jesús es tener el corazón lleno de alegría. La fe cristiana es ante todo alegría. No una alegría simple, tonta, ingenua. Meditaremos bastante, dentro de algunos meses, cómo la alegría cristiana es una tristeza superada, cómo es una alegría conquistada a un precio muy caro.

Pero, hoy todavía, dejémonos sacudir por las palabras de Pablo escritas en un momento muy difícil de su ministerio: ¡Alegraos siempre en el Señor, os lo repito, alegraos!

¿No es ésta una espléndida noticia?




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