Primera
Lectura: Os 11, 1b.3-4.8c-9
Salmo
Responsorial: Is 12, 2-3.4.6
Segunda
Lectura: Ef 3, 8-12.14-19
Evangelio: Jn 19, 31-37
Celebramos hoy la
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, una fiesta que, aparentemente, tiene
un sabor devocional pero que esconde, en realidad, una gran verdad: la inmensa medida del amor de Dios.
¿Puede decirnos algo
todavía una imagen muy improbable de Jesús con ojos claros y bucles en el pelo,
abriendo su capa y dejando vislumbrar un corazón del que salen dardos
luminosos? ¿No es ésta la imagen de una devoción decimonónica que nos hace subir
la diabetes en el alma? ¿Qué nos dice esta fiesta en el siglo XXI?
Despojada de sus
connotaciones culturales e históricas, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús nos
revela una gran verdad: en el centro de nuestra vida, de nuestra fe, de nuestro
camino interior está el amor de Dios. El amor es el centro; es lo que nos dice
la fiesta de hoy. El centro de nuestra vida y de nuestra fe no es una legítima
tradición histórica, no son nuestros razonamientos, no son las conveniencias,
no los fundamentos éticos.
Cada uno de nosotros se
hace su idea de Dios, mezclando cosas que ha oído, convicciones personales,
experiencias más o menos positivas, el instinto, la cultura, el último artículo
sensacionalista sobre la Iglesia y el Vaticano, la transmisión muy poco crítica
sobre presuntos milagros... ¡Qué sé yo…!
Y, claro… ¡así se dicen
las tremendas cosas que se oyen por ahí! Dan ganas, a veces, de interrumpir a
alguien y decirle: “¡Oye, el Dios en el que crees es terrible y espantoso! ¿Por
qué no lo dejas y te decides a creer de verdad en el Dios de Jesucristo?”
Para mucha gente, Dios
es ni más ni menos que un bribón al que hay que respetar, sí, pero también
alguien al que hay que evitar. ¡Pobre Dios! No debe ser fácil tener que vérselas
con nosotros. Tenemos que reconocerlo con honestidad: también es culpa de nuestro
cristianismo haber pintado a Dios de un modo terrible, como un Dios juez
despiadado, al que hay temer y respetar. Jesús, en cambio, nos desvela el
rostro de un Padre que escudriña el horizonte para esperar al hijo que se ha
ido, un pastor que busca durante horas a la oveja perdida, el médico que ha
venido para curar, el que, incluso pudiendo, no juzga a nadie. Todavía tenemos
que mucho camino hacer, amigos, para convertir nuestro corazón a la asombrosa
medida del amor del Corazón de Jesús.
Si creemos en Dios, si hemos visto y creído en el amor
del Padre, descubrimos que es sólo él quien nos empuja a creer y a luchar para dejar
que sea el amor el que domine nuestra vida y nuestra fe, algo que no pueda
darse por descontado, sino que pide una continua conversión, una opción, que a
veces resulta dolorosa. Como la de nuestro Maestro y Señor que muestra la
medida de su bondad muriendo en la cruz.
Es lo que Cristóbal
Fones, un jesuita chileno, canta en la canción que escucharemos en la comunión:
Quiero hablar de un amor infinito
que se vuelve niño frágil,
amor de hombre humillado.
Quiero hablar de un amor apasionado.
Con dolor carga nuestros pecados
siendo rey se vuelve esclavo,
fuego de amor poderoso.
Salvador, humilde, fiel, silencioso.
Amor que abre sus brazos de acogida,
quiero hablar del camino hacia la vida,
corazón paciente, amor ardiente.
quiero hablar de aquel que vence a la muerte.
Quiero hablar de un amor generoso,
que hace y calla, amor a todos
buscándonos todo el tiempo,
Esperando la respuesta, el encuentro.
Quiero hablar de un amor diferente,
misterioso, inclaudicable,
amor que vence en la cruz.
Quiero hablar del corazón de Jesús.
Hermanos, dejémonos alcanzar
hoy por su amor que no pone condiciones, que no pesa, que no chantajea, un amor
libre como sólo Dios sabe proponernos en el sagrado corazón de Jesús. Que así sea.