Traducir

Buscar este blog

sábado, 26 de marzo de 2022

DOMINGO 4º DE CUARESMA (Ciclo C)


Primera Lectura: Jos 5, 9.10.12
Salmo Responsorial: Salmo 33
Segunda Lectura: 2 Cor 5, 17-21
Evangelio: Lc 15, 3.11-32


En el desierto de la Cuaresma es donde somos capaces de acoger la novedad absoluta del evangelio, la novedad del rostro de Dios que emerge de la revelación de Jesús.

Un Dios hermoso que nos espera en el Tabor, siempre que logremos dejar la estepa de la cotidianidad y de la mediocridad. Un Dios que no nos manda las catástrofes y calamidades, pero al que sólo tenemos por bueno cuando nos machaca la desgracia y necesitamos ayuda. Un Dios que es un padre cariñoso que nos quiere y nos respeta.

Lucas construye su evangelio alrededor de tres parábolas de la misericordia, y en ellas concentra la síntesis de su anuncio. Una de estas parábolas, quizás la más conocida del evangelio, es la llamada, erróneamente, del “Hijo Pródigo.”

Máscaras

Los dos hijos protagonistas de la parábola tienen una pésima idea de Dios. Ambos. El primer hijo, el disoluto, piensa que Dios es un competidor, un adversario: si hay un Dios yo no puedo realizarme. Porque la imagen que él tiene de Dios es un censor, un rector severo, alguien que no me ayuda. Así que yo le pido lo mío, lo que me corresponde, lo que me debe, - ¿desde cuándo un padre “debe” a nadie la herencia? -. Pedir la herencia a alguien significa desear su muerte.

El hijo se va a un país lejano, quiere poner una gran distancia entre él y su padre, y se dedica a conocer mundo y darse la gran vida. Tiene muchos amigos y despilfarra todo el patrimonio arrebatado al padre, pero cuando se acaba el dinero los amigos desaparecen. Obviamente.

¿Es eso la vida? En pocos meses ya conoció todo y lo ha quemado todo. Y tiene que ponerse a cuidar cerdos. Los cerdos, aquellos animales que eran impuros por excelencia. Y siente hambre.

El hambre le da una cura de realismo que le hace volver sobre sí mismo y razonar: “Soy un idiota. ¡En casa de mi padre hasta el más humilde de los siervos tiene pan en abundancia! Ahora volveré y buscaré una excusa.” Sí, una excusa, habéis oído bien. No se trata de la interpretación bondadosa de una conversión desde el principio. El hijo pródigo no está para nada arrepentido, simplemente tiene hambre y todavía piensa que el padre es un tonto al que se puede manipular. Como nosotros, tantas veces, pensamos de Dios.

El otro hijo vuelve del trabajo cansado y se ofende por la fiesta que el padre ha hecho en honor del hijo menor. ¿Cómo decirle al padre que se está equivocando?

Su corazón es ruin y mezquino, aunque su sentido de justicia sea grande: sí, es verdad, el Padre se comporta injustamente con él. Porque él está trabajando desde hace años y no ha osado nunca pedir nada. El hijo mayor piensa que Dios es alguien al que hay que tener contento, para el cual trabajamos ahora y al que obedecemos pero que, al final, tendremos el premio: se nos reconocerá todas las fatigas y sacrificios que hemos vivido y las misas que nos hayamos tragado como un jarabe.

Él es un mortificado, sin grillos en la cabeza, él es el buen hijo que todos quisieran. Entonces, ¿por qué el padre se comporta de ese modo?

 ¿Un final feliz?

Fijaros bien ahora. No hay en esta historia nada parecido a un bonito desenlace. Lucas detiene aquí la narración. No nos dice si el primer hijo apreció el gesto del padre o si, finalmente, cambió de idea y se convirtió. Tampoco nos dice si el hermano mayor, enterneciéndose, entró a la fiesta.

No. La parábola acaba abierta, sin supuestas soluciones, sin moralismos fáciles ni finales de un Príncipe Azul.

Esto nos quiere decir que podemos estar con el Padre sin verlo, que podemos trabajar con él sin alegrarnos por ello, que podemos dejar que nuestra fe se convierta en una obsequiosidad respetuosa y sin que nos haga estallar el corazón de alegría.

El evangelio nos dice que Dios, una vez más, nos considera como personas adultas, que confía en nuestras manos las decisiones que hemos de tomar y que no sustituye las elecciones que nosotros debemos hacer con su intervención “divina”.

El despilfarrador

Y ahora, dejemos de mirar a estos dos estúpidos hermanos, tan parecidos a nosotros. Pequeños y mezquinos, como nosotros. Fijémonos en el Padre, por favor.

Vemos un Padre que deja marchar al hijo, aunque sabe que se va a hacer daño, (¿vosotros lo habríais dejado marchar?). Vemos un Padre que cada día avizora el horizonte. Vemos un Padre que sale corriendo y abraza al hijo, actitud muy poco conveniente para alguien al que se le debe respeto. Vemos un Padre que no echa en cara ni pide cuentas del dinero gastado (ni dice cosas como “¡ya te lo dije yo!"), un Padre que no acusa, que abraza, que amortigua las excusas, que no las quiere ni acepta, que devuelve la dignidad, y que hace una fiesta por la vuelta del hijo.

Vemos también un Padre exageradamente “injusto”, que quiere a un hijo que le había deseado la muerte cuando le exigía la herencia, que ama a un hijo delirante en sus exigencias, un Padre que sabe que aquel hijo aún no está curado por dentro, pero él tiene paciencia y hace ya una fiesta.

Vemos un Padre que sale al encuentro del enfadado hermano mayor para rogarle que intente justificarse y para explicarle sus buenas razones. Vemos a este Padre que acepta la libertad de sus hijos, que tiene paciencia, que orienta, que estimula. Es para quedar completamente descolocado.

Entonces, ¿es así Dios? ¿Hasta tal punto llega? ¿Tanto? Sí, amigos. Éste es el Dios de Jesucristo y no otro. Así es Dios y no de otra manera.

En definitiva, hemos de preguntarnos: ¿es éste el Dios en quien yo creo?

Jesús está a punto de morir por afirmar esta verdad, está dispuesto a hacerse degollar por no renegar jamás de esta inesperada revelación.

Dios es el verdadero pródigo, manirroto y despilfarrador, no el hijo. Porque lo único que hay de exagerado y de excesivo, en esta historia, es sólo el amor de Dios.

¿Qué respuesta le vamos dar?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.