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sábado, 21 de mayo de 2022

DOMINGO 6º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 15, 1-2.22-29
Salmo Responsorial: Salmo 66
Segunda Lectura: Ap 21, 10-14.22-23
Evangelio: Jn 14, 23-29

¿Cómo podemos darnos cuenta de la gloria del Señor Jesús en nosotros? ¿Cómo reconocerla en los acontecimientos no siempre edificantes de la historia? ¿Cómo verlo en la experiencia de la Iglesia, santa y pecadora a la vez?

Jesús durante la última cena afirma querer salvar a Judas y a Pedro. Es en la salvación donde se manifiesta la gloria de Dios, el deseo inmenso que él tiene de llenar el corazón de todas y cada una de las personas. La gloria de Dios es que toda persona se salve y viva con vida abundante.

Concretamente, hoy, el Señor nos indica tres actitudes para manifestar la vida del resucitado en nuestra vida. En este renovado tiempo de la Iglesia, en este dolorido tiempo de crisis económica, humanitaria y política, tiempo agresivo y amargo, desesperante y desalentador necesitamos urgentemente volver a ser discípulos y dejar que sea el evangelio quien juzgue los acontecimientos de la vida.

Vivir y permanecer

Jesús nos pide observar su Palabra, cumplirla, encarnarla en nuestras opciones concretas. Si la fe se reduce a un acontecimiento que sacamos a relucir una hora a la semana, o en los momentos de dificultad, no tenemos la experiencia de estar habitados por el Padre y el Hijo.

Jesús nos lo dice explícitamente: vivir la Palabra, frecuentarla, conocerla, orarla, meditarla produce el efecto de un morada divina en nosotros.

Nada de extrañas apariciones, sino la conciencia creciente de estar orientados hacia Dios, la experiencia de que es posible darse cuenta de la presencia de Dios en nostros y en el mundo. Entonces, la fe no se reduce a una elección intelectual, a un esfuerzo de la voluntad sino que es la dimensión permanente en que habitamos.

Vivir es quedarse, permanecer, no huir, ni separarse. Vivir es habitar, conocer, entender, frecuentar.

A esto estamos llamados para experimentar la gloria que anhelamos. Conozcamos y meditemos la Palabra que nos permite acceder a Dios.

Recordar

No lo entendemos todo - faltaría más -, tampoco la Iglesia tiene la plena posesión de Dios, sino que está poseída por Él.

Jesús nos ha dicho y nos lo ha dado todo; la Revelación está concluida, terminada, en él. No necesitamos adivinos que nos expliquen lo que tenemos que hacer. A veces, parece que no lo entendemos y que nos hemos olvidado de ello.

El Espíritu viene en nuestra ayuda y nos ilumina. Ilumina a la Iglesia en la comprensión de las palabras del Maestro y Señor. Ilumina nuestra conciencia y nos permite entender cuánto tiene que ver la fe con nuestra vida y con nuestras opciones cotidianas. Nos lo recuerda cuando nos olvidamos, como por ejemplo, en un pasado no muy lejano, los cristianos se olvidaron de la radicalidad del evangelio respecto de la no violencia, razonando sobre la “guerra justa”, bendiciéndola y justificándola, a veces, desaforadamente.

Invocar al Espíritu antes de cada elección que tengamos que hacer, antes de la oración, antes de la celebración de la eucaristía, nos permite acercarnos al evangelio con el frescor que éste se merece, con el estupor de quien siempre encuentra novedades.

 Pacificar

Para experimentar la gloria que anhelamos tenemos que hacer las paces con nosotros mismos. El límite entre el bien y el mal está en nuestro corazón; el enemigo está dentro de nosotros, no fuera. La primera y auténtica pacificación tiene que ocurrir en nuestro interior con nosotros mismos, con nuestra violencia y nuestra rabia, la parte oscura de nuestra vida a la que los discípulos del Señor llamamos pecado.

Los cristianos, a menudo, cuando hablamos de paz, pensamos en el cementerio… Es una visión incorrecta y parcial de la fe, que manifiesta una pertenencia al cristianismo, entre desganada y apática; que piensa que la paz que deseamos es la de los difuntos, sin más quehacer y sin problemas…

La paz, según la palabra de Jesús, es el primer regalo que él nos hace como resucitado, cuando se aparece a los asustados discípulos. Un corazón pacífico, apaciguado es un corazón firme, arraigado, que ha alcanzado su sitio en el mundo, que no se asusta en las adversidades, que no se desespera en el dolor, que no se desanima en la fatiga.

El descubrimiento de Dios, en la propia vida, el encuentro alegre con él, la percepción de su belleza, la conversión al Señor Jesús reconocido como a Dios, todo esto suscita en el corazón de las personas una alegría profunda, desconocida, diferente de cualquier otra alegría. Es la alegría del saberse reconocido, querido, de ser precioso a los ojos del Señor.

Regalo de Cristo

Ésta es la paz que Cristo nos regala. Descubrirse en el corazón de una voluntad benéfica y salvadora, saberse dentro del misterio escondido para el mundo. Creer esto, tener una adhesión a la fe, muchas veces inquieta y sufriente, no inmediata y ligera, da la paz del corazón. La convicción de ser amados. La convicción de que junto con Dios podemos cambiar el mundo.

Esta paz es una paz profunda, una paz firme, inamovible, bien diferente de la paz del mundo, que es vendida como la ausencia de guerra o, peor aún, como la guerra que se cree necesaria para imponer la paz.

La paz de saberse queridos es la que permite también afrontar con serenidad todos los miedos. Miedo al futuro, a la enfermedad y la muerte, miedo al trabajo precario, a no ser amados, miedo al miedo. La paz del corazón, es a la vez don y conquista, es un fuego que hay que alimentar continuamente en el fuego del resucitado – significado en la llama de ese Cirio Pascual -, que nos ayuda a afrontar el miedo con confianza, a no tener el corazón agitado.

Al final de estos espléndidos días de Pascua, invocamos al Consolador que el Padre nos regala para afrontar nuestra vida diaria con la certeza de la presencia del Señor, día a día y paso a paso.

Opciones

La primera comunidad afrontó un grave dilema: ¿hacía falta ser judío para hacerse cristiano? Santiago y la comunidad de Jerusalén impulsaban a la Iglesia en esa dirección; Pablo y Bernabé, al contrario, afirmaban que Jesús había venido para cada persona concreta, como demostraba el hecho de ver que la Palabra del Señor convertía el corazón de los paganos. El enfrentamiento fue duro, pero leal: en Jerusalén los apóstoles discutieron toscamente y, al final, dieron la razón a Pablo. Éste es el estilo del ser Iglesia, decidir juntos, respetando los propios ministerios y carismas, y escuchando lo que el Espíritu nos sugiere. Éste es el estilo que han de vivir nuestras comunidades cristianas, tomando en serio los problemas y buscando las soluciones no a partir de las emociones o de las propias opiniones, sino de la continua búsqueda de la voluntad del Señor día a día y paso a paso.

Pero todo esto es “un ya pero todavía no”. El mundo nuevo que vemos apuntar sólo dará su fruto más allá, en otro lugar. Juan se fija en la Iglesia y ve en ella a una novia radiante y luminosa, engalanada, lista para su esposo, Cristo. No perdamos nunca de vista el hecho de que todo lo que vivimos lo vivimos con un sentido de imperfección, con una tensión hacia una plenitud que todavía no vemos, pero que somos capaces de encarnar, de soñar, de seguir y de realizar como adelanto y fianza del Reino de Dios.

 


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