Primera
Lectura: 1 Re 17, 17-24
Salmo
Responsorial: Salmo 29
Segunda
Lectura: Gal 1, 11-19
Evangelio:
Lc 7, 11-17
Cerramos el largo paréntesis iniciado con el
Cuaresma y seguido con el tiempo pascual.
Hemos meditado sobre el misterio de Dios y sobre
el regalo de la Eucaristía. Ahora retomamos con alegría interior el camino del
tiempo ordinario interrumpido en el mes de febrero. Nos acompaña Lucas, el evangelista
que escribe sobre la mansedumbre de Cristo. ¡Fantástico! si no fuera por el
evangelio que nos espera…
Naín
Iban llevando a la tumba a un muerto, único hijo
de una madre viuda.
El principio del episodio ya nos deja helados, nos
fuerza a bajar la mirada. Todavía con la sonrisa en los labios por la buena
noticia de la Pascua, nos estrellamos con la dramática e insostenible escena de
un funeral... de un hijo único de una madre viuda. Parece el principio de una
película horror.
Naín, en hebreo, significa la deliciosa. Jesús
entra y la muchedumbre sale. Sale de la delicia; sale de la fiesta. Y se
estrella con la realidad insoportable.
Como la viuda de Sarepta de Sidón, en la primera
lectura, que acogió al profeta Elías y con el que compartió sus pobres
recursos. Pero que ahora se las está jugando con el demonio de la muerte y, lo
que es peor, con su sentido de culpa: tal vez es Dios quien la está castigando
a causa de algún pecado de juventud. Y Dios, aprovechando a aquel santo profeta,
guarda las distancias y le mata a su hijo. Eso es lo que piensa aquella madre
destrozada.
Cuántos, todavía hoy, piensan que la muerte es un
castigo divino.
Pero Elías no puede aceptar aquel suplicio, y prácticamente
obliga a intervenir a Dios. Porque la muerte no puede ser jamás un castigo, seamos
serios.
Señor
Lucas nos dice lo que Jesús hace. Jesús tiene
compasión, toca el cadáver (contaminándose, por tanto, según la tradición
judía), e invita al chico a levantarse. Es decir, a resucitar.
Por primera vez en su evangelio Lucas se refiere
a Jesús con el título de Señor, Kyrios,
el título que remite al mismo Dios. Jesús manifiesta su identidad dando la vida
plena, la vida verdadera. Y su sentimiento en ese momento, se expresa en griego
por un verbo que Lucas reserva para Jesús: esplangnisze.
Jesús, el Señor, sintió una compasión visceral. ὁ κύριος ἐσπλαγχνίσθη.
No, hermanos, Dios no es un ser indiferente, es el
de entrañas de misericordia, el compasivo. ¿Por qué, entonces, la muerte?
Lucas no nos lo dice, ni la Biblia tampoco. Pero
nos anuncia una noticia desconcertante: no sólo el chico es reanimado y
entregado como regalo a su madre por unos años, sino que es resucitado. El
muchacho vivirá para siempre, como nosotros nos convertimos en discípulos del
Señor cuando acogemos la vida eterna, es decir, la vida de Dios, el Eterno, que hay en
nosotros.
Las lecturas de hoy están impregnadas de fe y de
confianza. Las viudas de Sarepta y de Naín, con toda su humanidad dolorida, ven
vivir a sus hijos.
Y es que, hermanos, somos inmortales.
Ciertamente, esto no alivia para nada el
suplicio de quien pierde a un hijo. Pero ofrece un horizonte infinito y da un
sentido a la vida y a la muerte, a la vida de Dios, la vida eterna, que ya
corre por nuestras venas.
La muerte
de un hijo.
No podemos imaginar un dolor más grande que el
de una madre viuda que entierra a su único hijo. Frente a él, Lucas presenta a
Jesús como lo único que devuelve la vida a nuestra cotidianidad.
Ante el milagro de la resurrección del hijo de
la madre viuda de Naín, ante el rostro de un Dios que no castiga sino que se
conmueve y salva, el gentío expresa este sentimiento entusiasta: “Dios visita
su pueblo”. Sí, de verdad, el Señor ha venido a visitar a su pueblo.
No entendemos la razón última de la muerte, mucho
menos la muerte de un joven que, a nuestros ojos, parece injusta y horrible.
Pero el evangelio nos invita a superar el desconcierto. A pesar de que hay
cosas que no entendemos, Dios es bueno y misericordioso, y da la vida a quien
confía en él.
Cada vez que realizamos un gesto que devuelve
vida, la gente se da cuenta de que Dios visita a su pueblo. Cada vez que, como
creyentes, realizamos gestos proféticos de luz y vida, damos testimonio de la
acción salvadora de Dios.
Dar vida en las cosas pequeñas cosas, en el
hacer de cada día, en la acogida y atención de los pequeños, en la oración alegre
y llena de fe, en el afrontar la vida con honestidad y transparencia, con confianza
cristalina... todo eso nos lleva a testimoniar que estamos llenos de vida
porque Dios nos ha devuelto la vida en Jesucristo, el Kyrios, el Señor.
Ojalá qué nuestras comunidades, que se reúnen hoy
a proclamar una misma fe, sean siempre capaces de dar vida a quienes encuentren
por el camino!
Ojalá qué el niño que hay en nosotros, el joven
que sabe soñar y creer, y que demasiado a menudo dejamos morir, se alce y resucite
en nosotros la confianza en el Señor de la Vida.
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