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domingo, 19 de junio de 2016

DOMINGO 12º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Zac 12, 10-11; 13,1
Salmo Responsorial: Salmo 62
Segunda Lectura: Gal 3, 26-29
Evangelio: Lc 9, 18-24


¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret? ¿Quién eres tú, para mí?
¿Quién eres tú, sin el rebozo de respuestas automáticas, estudiadas o fingidas; sólo tú y yo, mirándonos a los ojos. ¿Quién eres, Jesús de Nazaret?
No quién eras hace diez años, o cuándo éramos jóvenes y entusiastas, o cuándo sentimos fuertemente tu presencia en alguna celebración, sino ¿quién eres tú hoy para mí?
Durante el fin de semana, millones de personas se reunirán en el mundo para escuchar tu Palabra, para celebrar, obedeciendo el mandato del Señor, la cena que lo hace presente en los signos del pan y del vino.
Eso no ocurre con el emperador Constantino, o con Napoleón o con alguno de los grandes personajes de la historia. Nadie se va a reunir para escuchar sus palabras e invocar su presencia viva.  
Sí ocurre, en cambio, con un oscuro carpintero de Nazaret, un judío marginal, perdido en los recovecos de la historia, cuya presencia aún es profesada por unos 2.100 millones de personas diversas, pero fascinadas y convertidas en discípulas por el testimonio de quienes dicen haberlo encontrado.
¿Quién eres tú realmente Jesús de Nazaret?

Sondeos
Se habla, a menudo, de Jesús y de sus discípulos.
Apenas baja la atención, aparece algún acontecimiento que lo recoloca en primera fila: algún descubrimiento arqueológico que confirma o desmiente la versión oficial de la vida de Jesús (esto reaparece periódicamente, chorradas incluidas); algún acontecimiento dramático que nos acerca al agotamiento del testimonio de muchos que han pagado con su vida; alguna audaz obra propagandística, siempre en búsqueda del Jesús “alternativo” que la Iglesia oculta.
Jesús provoca discusiones y alineaciones, enciende los ánimos, y parece que todos, aunque sea un poco, parecen defenderlo, protegerlo, entenderlo e interpretarlo. Este hombre que paga con la vida su coherencia y su no-violencia,  todavía hoy sacude y cuestiona tanto a creyentes como a no creyentes. ¿Quién eres, de verdad, Jesús Nazareno?
¿Un gran personaje de la historia divinizado por sus mismos discípulos? ¿Un profeta sobrestimado, un anarquista recuperado para la historiografía oficial?
Nadie podrá nunca poseerte en plenitud, nadie podrá atraparte de verdad, nadie podrá dar de ti una visión definitiva.
Ni siquiera la comunidad de tus discípulos, que conserva fielmente tu Palabra y que, siempre, abre su corazón a la comprensión del Misterio de tu presencia, viviendo el Evangelio a lo largo de la Historia, a la espera de tu retorno.

Sí, de acuerdo, pero tú ¿qué dices?
Al final, se nos presenta una pregunta directa, sin escapismos: “Tú deja lo que piense la gente y dime ¿Quién soy yo para ti? 

La respuesta ahora es vuestra, amigos. Pero, por favor, responded sin titubeos y sin contestaciones aprendidas en el catecismo. Responded como adultos que han optado por creer libremente. Respuestas “de corazón a corazón”, desnudos ante nuestra conciencia, desprovistos de tantos prejuicios respecto a la Iglesia y a Cristo, con los que nuestro tolerante mundo nos llena la cabeza.
¿Quién es para mí Jesús de Nazaret? ¿Un compañero? ¿Un amigo? ¿El mismo Dios? ¿Un gurú? ¿Una nostalgia? ¿Una búsqueda insatisfecha? ¿Una rabia contenida?
Pedro contesta, con fuerza y decisión, atreviéndose a decir lo que los otros discípulos ni siquiera tenían ánimo de pensar: “Tú eres el Cristo”, es decir él esperado, el enviado de Dios, el consagrado, el Mesías esperado con pasión por Israel.
Siempre tan diferente del Dios que todos esperamos. No un héroe guerrero como David, dispuesto a rescatar la patria, sino un Mesías humilde y pacífico, manso y misericordioso.
Pedro no sabía lo que le esperaba y Jesús se lo recalca: sí, él es él esperado, el que desvela el rostro de Dios, el rostro humano de Dios. Un rostro que Jesús conoce bien, porque él y el Padre son una sola cosa sola, tan diferente de aquél que Pedro y nosotros, hubiéramos esperado.

 El Dios de Jesús
No es un Dios fuerte que exhibe músculo, no es un Dios omnipotente que desbarata a los adversarios, no es un Dios vencedor al que hay que corromper y convencer, halagar y seducir para que se ponga de nuestra parte, no.
Es un Dios discreto y cariñoso, casi tímido. Un Dios escondido que quiere ser querido por lo que es, no por lo que nos da. Un Dios que merece la pena seguir, tan bueno que se olvida de sí con tal de que lo conozcamos. Un Dios que merece la pena conocer aunque lo perdamos todo. Un Dios que es más que cualquier otro cariño, más que cualquier otra alegría, más que la cosa más grande que podamos poseer.
Un Dios que merece la pena conocer, incluso a costa de perder la reputación.
Perder la fama por él hasta llegar a cargarse de vergüenza y de ignominia en la cruz. La mayor vergüenza del mundo antiguo era ser crucificado, quedar desnudo y expuesto al público escarnio. La cruz era la más temida y odiada forma de humillación que los romanos, entre otros, infligían como máximo castigo. La cruz tenía tal carga de vergüenza que hasta las primeras comunidades cristianas tenían dificultad en usarla como señal de pertenencia.
Jesús nos dice que mientras no estemos apasionados por Él hasta el punto de poder perder reputación, hasta el punto de ser crucificados con él, aún nos queda un espacio de crecimiento en el conocimiento convencido de su verdadera y auténtica identidad.

Estamos a punto de iniciar el verano y nos viene esta pregunta punzante, políticamente incorrecta, para llevárnosla con nosotros y dejar que Jesús crezca en nosotros. ¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret? ¿Quién eres tú, para mí?

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