Primera
Lectura: Zac 12, 10-11; 13,1
Salmo
Responsorial: Salmo 62
Segunda
Lectura: Gal 3, 26-29
Evangelio:
Lc 9, 18-24
¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret? ¿Quién eres tú,
para mí?
¿Quién eres tú, sin el rebozo de respuestas
automáticas, estudiadas o fingidas; sólo tú y yo, mirándonos a los ojos. ¿Quién
eres, Jesús de Nazaret?
No quién eras hace diez años, o cuándo éramos jóvenes
y entusiastas, o cuándo sentimos fuertemente tu presencia en alguna celebración,
sino ¿quién eres tú hoy para mí?
Durante el fin de semana, millones de personas
se reunirán en el mundo para escuchar tu Palabra, para celebrar, obedeciendo el
mandato del Señor, la cena que lo hace presente en los signos del pan y del
vino.
Eso no ocurre con el emperador Constantino, o con
Napoleón o con alguno de los grandes personajes de la historia. Nadie se va a reunir
para escuchar sus palabras e invocar su presencia viva.
Sí ocurre, en cambio, con un oscuro carpintero
de Nazaret, un judío marginal, perdido en los recovecos de la historia, cuya presencia
aún es profesada por unos 2.100 millones de personas diversas, pero fascinadas y
convertidas en discípulas por el testimonio de quienes dicen haberlo
encontrado.
¿Quién eres tú realmente Jesús de Nazaret?
Sondeos
Se habla, a menudo, de Jesús y de sus
discípulos.
Apenas baja la atención, aparece algún
acontecimiento que lo recoloca en primera fila: algún descubrimiento
arqueológico que confirma o desmiente la versión oficial de la vida de Jesús
(esto reaparece periódicamente, chorradas incluidas); algún acontecimiento
dramático que nos acerca al agotamiento del testimonio de muchos que han pagado
con su vida; alguna audaz obra propagandística, siempre en búsqueda del Jesús “alternativo”
que la Iglesia oculta.
Jesús provoca discusiones y alineaciones,
enciende los ánimos, y parece que todos, aunque sea un poco, parecen defenderlo,
protegerlo, entenderlo e interpretarlo. Este hombre que paga con la vida su
coherencia y su no-violencia, todavía hoy
sacude y cuestiona tanto a creyentes como a no creyentes. ¿Quién eres, de verdad,
Jesús Nazareno?
¿Un gran personaje de la historia divinizado por
sus mismos discípulos? ¿Un profeta sobrestimado, un anarquista recuperado para la
historiografía oficial?
Nadie podrá nunca poseerte en plenitud, nadie podrá
atraparte de verdad, nadie podrá dar de ti una visión definitiva.
Ni siquiera la comunidad de tus discípulos, que
conserva fielmente tu Palabra y que, siempre, abre su corazón a la comprensión
del Misterio de tu presencia, viviendo el Evangelio a lo largo de la Historia,
a la espera de tu retorno.
Sí, de
acuerdo, pero tú ¿qué dices?
Al final, se nos presenta una pregunta directa, sin
escapismos: “Tú deja lo que piense la gente y dime ¿Quién soy yo para ti?
La respuesta ahora es vuestra, amigos. Pero, por
favor, responded sin titubeos y sin contestaciones aprendidas en el catecismo. Responded
como adultos que han optado por creer libremente. Respuestas “de corazón a
corazón”, desnudos ante nuestra conciencia, desprovistos de tantos prejuicios
respecto a la Iglesia y a Cristo, con los que nuestro tolerante mundo nos llena
la cabeza.
¿Quién es para mí Jesús de Nazaret? ¿Un compañero?
¿Un amigo? ¿El mismo Dios? ¿Un gurú? ¿Una nostalgia? ¿Una búsqueda insatisfecha?
¿Una rabia contenida?
Pedro contesta, con fuerza y decisión, atreviéndose
a decir lo que los otros discípulos ni siquiera tenían ánimo de pensar: “Tú eres
el Cristo”, es decir él esperado, el enviado de Dios, el consagrado, el Mesías
esperado con pasión por Israel.
Siempre tan diferente del Dios que todos
esperamos. No un héroe guerrero como David, dispuesto a rescatar la patria,
sino un Mesías humilde y pacífico, manso y misericordioso.
Pedro no sabía lo que le esperaba y Jesús se lo
recalca: sí, él es él esperado, el que desvela el rostro de Dios, el rostro
humano de Dios. Un rostro que Jesús conoce bien, porque él y el Padre son una sola
cosa sola, tan diferente de aquél que Pedro y nosotros, hubiéramos esperado.
El Dios de
Jesús
No es un Dios fuerte que exhibe músculo, no es un
Dios omnipotente que desbarata a los adversarios, no es un Dios vencedor al que
hay que corromper y convencer, halagar y seducir para que se ponga de nuestra
parte, no.
Es un Dios discreto y cariñoso, casi tímido. Un
Dios escondido que quiere ser querido por lo que es, no por lo que nos da. Un
Dios que merece la pena seguir, tan bueno que se olvida de sí con tal de que lo
conozcamos. Un Dios que merece la pena conocer aunque lo perdamos todo. Un Dios
que es más que cualquier otro cariño, más que cualquier otra alegría, más que
la cosa más grande que podamos poseer.
Un Dios que merece la pena conocer, incluso a costa
de perder la reputación.
Perder la fama por él hasta llegar a cargarse de
vergüenza y de ignominia en la cruz. La mayor vergüenza del mundo antiguo era ser
crucificado, quedar desnudo y expuesto al público escarnio. La cruz era la más
temida y odiada forma de humillación que los romanos, entre otros, infligían como
máximo castigo. La cruz tenía tal carga de vergüenza que hasta las primeras
comunidades cristianas tenían dificultad en usarla como señal de pertenencia.
Jesús nos dice que mientras no estemos
apasionados por Él hasta el punto de poder perder reputación, hasta el punto de
ser crucificados con él, aún nos queda un espacio de crecimiento en el
conocimiento convencido de su verdadera y auténtica identidad.
Estamos a punto de iniciar el verano y nos viene
esta pregunta punzante, políticamente incorrecta, para llevárnosla con nosotros
y dejar que Jesús crezca en nosotros. ¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret? ¿Quién
eres tú, para mí?
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