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sábado, 1 de octubre de 2022

DOMINGO 27º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

Luz para mis pasos... (Sal 118, 105)
 Primera Lectura: Hab 1, 2-3; 2,2-14
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: 2 Tim 1, 6-8.13-14
Evangelio: Lc 17, 5-10

Vivimos tiempos difíciles, eso lo vemos todos.

La crisis económica, social y política no da tregua y las perspectivas son confusas y preocupantes de modo global.

Es mucha gente la que no tiene certezas de futuro, aun teniendo ganas y siendo personas de calidad. Mucha gente no sabe si habrá invertido en una contribución suficiente para recibir una jubilación adecuada. Algunos padres se muestran desalentados por la resignación de sus hijos que, recién titulados, se enfrenta a la burla de prácticas infinitas y contratos temporales… si es que pueden tenerlos.

Además, el espectáculo desconcertante del mundo político de los últimos meses no ayuda para nada. Más allá de la convicción política de cada uno, hay que reconocer con dolor que se ha tocado fondo en el remolino del “tú más y peor”, recurriendo a los insultos cuando no se tienen argumentos, olvidando todo valor ético, favoreciendo la corrupción y los apaños como moneda de cambio al uso en tantos ámbitos de la vida. Todo esto queda mucho más de manifiesto cuando se trata de concretar y pactar resultados electorales.

A todo esto, hay que añadir en el plano global hay que añadir la amenaza nuclear a la que ha llevado la guerra rusa en Ucrania, que alcanza a Europa y más allá.

 También en la Iglesia, a veces, los creyentes tienen la impresión de estar arrinconados socialmente y agarrados a lo esencial de la fe. Ciertamente no ayuda la escalada islamista que ha favorecido a quienes quieren identificar la fe con el fanatismo. Así, sin hacer mucho ruido, se va introduciendo la falaz idea de que cualquier tipo de fe se convierte en radicalismo y de que toda institución, especialmente la Iglesia católica, existe para que algunas personas conserven sus privilegios. No pasa un día en el que no aparezcan en los medios noticias que tienen como protagonistas a personas eclesiásticas en situaciones desastrosas o escandalosas.  Todo esto, muchas veces, es tratado y analizado con seriedad y serenidad, pero, más a menudo, hay situaciones que se tratan con un exacerbado moralismo farisaico de la sociedad que ha reemplazado la sobria moral que se deduce del Evangelio.

Cuando se aparta a Dios de la vida no es cierto que ya no se crea en nada: lo que pasa es que se acaba con la posibilidad de creer en nada.

Así la Iglesia está llamada a afrontar estos tiempos sin levantar empalizadas, y sin hablar la misma lengua o usar la misma moneda que usa nuestro mundo disparatado.

Cuando el mundo dice disparates de la Iglesia, ella está llamada a hablar de Cristo. Y a confiar en su Maestro, que nunca la ha abandonado, aun cuando los cristianos, tantas veces, hayan desmantelado pieza por pieza la credibilidad de la Iglesia.

Ante todo esto la oración de los discípulos es hoy la nuestra: Señor, auméntanos la fe.

Habacuc

Habacuc está desalentado. El pequeño y obstinado pueblo de Israel tenía que luchar continuamente para sobrevivir entre gigantes: los egipcios y los asirios primero; los babilonios después. Toda la historia era un sucederse de invasiones y golpes de estado, de tragedias y de injusticias. En la lectura de hoy, los caldeos presionan los confines de Israel.

El profeta, desesperado, dirige su oración a Dios: ¿cómo inspirar la fe en un pueblo exasperado? Esta podía ser hoy nuestra pregunta y nuestra oración. Dios contesta invitando a Habacuc y a Israel a conservar la fe y la confianza. Dios promete apretar entre sus brazos, con inmenso cariño, al justo que vive por la fe.

Profetas de ayer y de hoy se estrellan continuamente con la misma desconcertante objeción: ¿dónde está Dios cuando el hombre desencadena su violencia, cuando prevalece la tiniebla, cuando el justo es escarnecido y despreciado?

Hoy la Palabra de Dios nos responde: sólo con la fe podemos intentarlo.

Fiarse

Habacuc es invitado a fiarse. Timoteo recibe una conmovedora carta de Pablo encarcelado y es invitado a hacer memoria de su vocación episcopal; los apóstoles, después de un primer estimulante momento de euforia, por los éxitos conseguidos por el Nazareno, empiezan a estrellarse con sus límites y con la hostilidad de algunos fariseos. Tanto, que sienten que la tímida llama de la fe empieza a vacilar lentamente.

Fiaros, dice la Palabra. Confiados y creyentes, desconfiad de vuestras presuntas certezas y fiaros del Señor.

La fe es el razonable abandono en los brazos de Alguien al que se quiere, es el gesto inconsciente y obvio del niño que se lanza a los brazos del padre.

No estamos llamados a creer en un misterio inescrutable, a seguir a ciegas los mandatos de la divinidad, a bajar la cabeza ante la voluntad difícil e incomprensible de un ídolo Moloch al que tenemos que someternos, sacrificándole todo.

El Dios de Israel pide confianza; es el Dios que ha caminado y sufrido con el pueblo por el desierto; el Dios que ha acompañado e iluminado una tribu de beduinos convirtiéndola en el pueblo de la esperanza; el Dios que ha iluminado a los reyes de Israel; el Dios que ha arrancado a los hombres del pastoreo y de la tierra consagrándolos profetas; el Dios que se ha hecho hombre, humanidad, es decir, fragilidad, cansancio, sudor, decisión, riesgo; el Dios que, para manifestarse, pide confianza.

Nuestro Dios no es uno más de los ídolos que nuestra imaginación gusta reproducir. Nuestro Dios es el que ha demostrado, millones de veces, cuánto dolorosamente nos ama.

Confianza en Él

Se trata de confiar en Jesús de Nazaret que es el revelador del Padre, el Hijo de Dios bendito que revolucionó la vida de sus discípulos y desveló el rostro del Padre al morir en la cruz. Confiad al menos como un granito de mostaza, nos dice Jesús.

Habacuc no lo sabía, pero aquel enésimo choque con una cultura extranjera iba a obligar a Israel a redescubrir sus raíces y a volver ser una señal en el mundo.

Pablo no lo sabía, pero sus palabras doloridas y ásperas iban a ser tomadas por el Espíritu Santo y colmadas de Dios de modo que, hoy, nosotros descubrimos la Palabra del Señor en los labios de Pablo, aquél desmoralizado e inquieto apóstol.

Pedro, Juan y los demás discípulos no lo sabían, pero su fe, más pequeña que una semilla de mostaza, iba a crecer y llegar a ser un inmenso árbol a cuya sombra reposamos nosotros, los despavoridos discípulos del Señor en el tercer milenio.

Fe viva

Amigos, abandonémonos en los brazos de Dios; pero en serio, sin fingimiento.

Hay personas que, cuando están con el agua al cuello, ponen a prueba a Dios. Se fían sólo de palabra, pero no se apartan de la orilla ni se lanzan al mar abierto y sin límites que es la misericordia y la fuerza del Señor.

A veces nuestra vida es inquieta y llena de dudas, pero no nos despegamos de ella; invocamos a Dios, pero sin dejarle la posibilidad de actuar y de salvarnos; invocamos Dios, sí, pero explicándole qué es lo que tiene que hacer.

¿Queremos ser discípulos del Señor? Pongamos nuestra vida y nuestra voluntad en las manos del Maestro: de verdad y en serio. Pero ojo: Dios normalmente escucha, y a menudo de manera tan asombrosa que dan ganas de reír… porque siempre vendrá por donde no lo esperamos.

El único riesgo serio de la oración es que Dios nos escuche; la única contraindicación de abandonarse en el Señor es que corremos peligrosamente el riesgo de ser santos.

Termino con un segundo desafío: somos siervos inútiles. Es decir, el mundo ya está salvado, no tenemos que salvarlo nosotros.

A nosotros se nos pide vivir como salvados, se nos pide mirar más allá y más adentro: más en profundidad y en interioridad.

A nosotros Jesús nos pide vivir como personas de fe, hacer nuestro camino con un corazón compasivo y preñado de paz, con un corazón fecundo y acogedor. Con viveza.

En todo lo demás, dejemos que Dios haga su trabajo. Que así sea.

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