Al final de una fuerte
experiencia de discernimiento suele aparecer en nosotros un sentimiento de vértigo frente a
lo que va a venir después. Sentimos la dificultad de hacer vida la elección realizada,
de convertirnos al modo de proceder que exprese la decisión que hemos tomado
siguiendo el soplo del Espíritu Santo.
Los Ejercicios Espirituales de
san Ignacio presentan como transición a la vida cotidiana la “contemplación para alcanzar
amor”. Una contemplación en la que resuena con fuerza la primera carta del
apóstol san Juan que acabamos de escuchar. Dios quiere darse a conocer como Aquel que es
Amor. Por eso se hace presente en la humanidad enviando a su Hijo, gesto de amor
que nos da vida, la única vida verdadera a la que nosotros aspiramos. Dios Padre
pone en práctica las dos observaciones que nos hace san Ignacio al comienzo de la
contemplación: “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” y “el amor
consiste en comunicación de las dos partes”, en la que cada uno da todo lo que tiene y
es. El Señor se ha entregado totalmente, hasta la muerte en cruz, y está con
nosotros todos los días hasta el fin del mundo, porque nos ha dado su Espíritu. San Ignacio
nos invita a pedir el reconocimiento de tanto bien recibido como motor para que
también nosotros nos entreguemos enteramente para en todo amar y servir a su divina
Majestad.
Esta
es la frase que ha guiado nuestras sesiones en el aula de la Congregación.
Cristo en cruz ha estado presente en
nuestras tareas para llevar nuestro discernimiento más
allá de nuestros razonamientos,
de nuestros gustos o malestares, para llegar a la consolación que proviene de estar
en sintonía con la voluntad del Padre. Jesús, en la víspera de su pasión, se acercó
al monte los Olivos y luchaba en su oración incluso hasta sudar “como gotas espesas
de sangre” para aceptar las consecuencias de su misión, bastante alejadas de lo
que le gustaba o con las que pudiera estar de acuerdo. Nosotros también nos quedamos
impactados por los testimonios de nuestros hermanos en situaciones de guerra
y así, nos sentimos empujados por el amor para decir juntos: “Tomad, Señor, y
recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y
mi poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda
vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta”.
También
en esta Congregación General hemos vivido de nuevo esta experiencia del amor de Dios que se hace presente
de modos tan distintos en nuestra vida personal y en nuestro cuerpo de compañeros
de Jesús. Una vez más nos ha sorprendido la abundancia, la variedad y la
profundidad de sus dones. Todo lo que hemos experimentado ha sido gracia, don
gratuito y sorprendente.
El
proceso de discernimiento de la Compañía reunida en Congregación General nos pone ante el reto de convertirnos
en ministros de la reconciliación en un mundo que no se ha detenido durante
nuestras deliberaciones. Las heridas de las guerras siguen ahondándose, los flujos de
refugiados crecen, los sufrimientos de los migrantes nos golpean cada vez más, el
Mediterráneo se ha tragado decenas de personas en estos dos meses que nosotros hemos
pasado juntos. Las desigualdades entre los pueblos y dentro de las naciones son el
signo del mundo que desprecia a la humanidad. La política, ese “arte” de negociar
para poner el bien común por encima de los intereses particulares sigue debilitándose
ante nuestros ojos. Los intereses particulares, de hecho, enmascarados bajo capa de
nacionalismos, eligen gobernantes y toman decisiones que detienen los
procesos de integración y el actuar como ciudadanos del mundo. La política no consigue
convertirse en el modo humano de tomar decisiones razonables cuando renuncia a
invocar la imposición de los poderosos. El deseo profundo de las madres y de los
niños de todos los rincones del mundo de poder vivir una vida en paz, con relaciones
fundadas en la justicia, parece alejarse en medio de conflictos y guerras por motivos
opuestos al amor que nos puede hacer vivir.
Nuestro
discernimiento nos lleva a ver este mundo con los ojos de los pobres y a colaborar con ellos para hacer
crecer la vida verdadera. Nos invita a ir a las periferias y a intentar comprender cómo
afrontar globalmente la integralidad de la crisis que impide las condiciones mínimas de
vida a la mayoría de la humanidad y pone en riesgo la vida sobre el planeta
Tierra, para abrir espacio a la Buena Nueva. Nuestro apostolado es, por lo tanto,
necesariamente intelectual. Los ojos misericordiosos que hemos adquirido al identificarnos
con Cristo en cruz nos permiten afrontar la comprensión de todo lo que oprime
a los hombres y mujeres de nuestro mundo. Los signos que acompañan nuestro
anuncio del Evangelio son los que corresponden a expulsar los demonios de las
falsas comprensiones de la realidad. Por eso aprendemos lenguas nuevas para comprender la
vida de los distintos pueblos y a compartir la Buena Nueva de la salvación para
todos. Si abrimos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo y nuestras mentes
a la verdad del amor de Dios no beberemos el veneno de las ideologías que
justifican la opresión, la violencia entre los seres humanos y la explotación
irracional de las reservas naturales. Nuestra fe en Cristo muerto y resucitado nos permitirá
contribuir, con tantos otros hombres y mujeres de
buena voluntad, a imponer las
manos sobre este mundo enfermo y colaborar en su curación.
Vayamos,
pues, a predicar el Evangelio por todas partes, consolados por la experiencia del amor de Dios que nos ha
puesto juntos como compañeros de Jesús. Como a los primeros Padres, el Señor nos ha
sido propicio en Roma, y nos envía a todos los lugares del mundo y a todas las
culturas humanas. Vayamos confiados porque Él trabaja a nuestro lado y confirma
con signos inéditos nuestra vida y misión.
Arturo Sosa, S.I.
12 de noviembre de 2016