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sábado, 3 de diciembre de 2022

DOMINGO 2º DE ADVIENTO (Ciclo A)


 Primera Lectura: Is 11, 1-10
Salmo Responsorial: Salmo 71
Segunda Lectura: Rom 15, 4-9
Evangelio: Mt 3, 1-12

Profetas y profecías

Todavía tenemos mucha necesidad de profetas, pero también es verdad que numerosos profetas habitan en nuestras ciudades grises. Personas con apariencia normal y que hasta saben hablar en nombre de Dios, que saben leer el presente a la luz de la fe. Porque el profeta no predice el futuro - esos son los adivinos – el profeta nos ayuda a entender el presente. ¡Y sólo Dios sabe cuántos profetas necesitamos para lograr descubrir un recorrido de fe sin perdernos en la pesada vida cotidiana!

En las lecturas de hoy nos encontramos con dos profetas. Dos gigantes de la fe, dos pilares de la espiritualidad, dos servidores de la Palabra. Juan, el rudo, e Isaías, el seductor. Así de diferentes son en su modo de profetizar, así son de auténticos y actuales.

- Isaías habla a un pueblo que tiene que vérselas con sus agresivos vecinos:  egipcios, asirios y, muy pronto, van a aparecer los babilonios en la escena internacional del momento. Un pueblo asustado por lo que está ocurriendo, por los grandes proyectos de los poderosos, un pueblo pequeño que se siente como unos tiestos de barro entre macetas de hierro.

En esa situación Isaías canta, sueña y diseña un mundo sin armas. Un mundo en el que el violento juega con el recién nacido. Un juego en el que los instintos más malvados se hacen servidores de la vida y de la verdad.

¡Qué Isaías más iluso! Utópico, diríamos hoy.

- El otro es Juan. Un Juan al que el evangelista Mateo dibuja seco, huraño, incisivo e invasivo como el desierto que lo ha consumido. Eficaz y cáustico como sólo los profetas saben ser.

Juan pide conversión, exige acción y solicita una decisión ante opciones concretas. Porque el cambio lo debemos realizar ya, aquí y ahora, sin acomodarnos a nuestras pequeñas o grandes convicciones. Tenemos que apurarnos para no ser arrollados, barridos y destrozados por un conformismo inoperante.

Porque Dios no sólo está con quien simplemente espera, sino también con quien colabora en la construcción de su Reino. Porque, como dice san Agustín, Dios quiere que lo que es un regalo suyo se convierta en conquista nuestra.

Dos estilos

Son dos estilos de vivir la fe, dos modos de articularla, que sólo son antípodas en apariencia. Isaías espera el Reino de Dios desde lo alto. Juan Bautista se afana en realizarlo desde abajo.

Así de diferentes son los modos de vivir la fe, de construir la Iglesia y de experimentar la vida interior. Así de diferentes son las sensibilidades de cada uno de nosotros. Hay quien sólo mira para arriba y quien, primero, mira para abajo. Son modos de ser que no se contraponen, sino que se complementan.

Así son muchos de los modos de leer la realidad que estamos viviendo. Algunos confían en un milagro divino, con fuego y llamas desde el cielo, otros promueven acciones y movimientos para adelantar el Reino de Dios.

Así es la profecía, dulce y amarga, tierna y decidida, de ensueño esperanzado y de perentoria irrupción en la Historia. Así es nuestra fe.

Del mismo modo, son muchos los modos de esperar la Navidad. Está esa forma edulcorada, simple, de quien se deja mecer en la emoción de los sentimientos sin convertir su corazón; de quien desea la atmósfera del “espíritu navideño” sin dejarse realmente impactar por la Navidad.

Luego está la de aquéllos que en Navidad vuelcan su vida en busca de los pobres, socorriendo a los últimos de la sociedad.

Y entre tanta profecía, llega el regalo de Dios, que es él mismo en persona, el Emanuel deseado. Este Dios nuestro que lo descoloca todo.

En medio de todo

Dice Isaías: Vendrá el Mesías esperado y nos hablará de la conversión y de la paz del corazón. Él sabrá transformar a los lobos en corderos.

Sin embargo, los áspides lo morderán, creyendo que lo harán morir; serpientes venenosas lo morderán intentando derrumbarlo.

Vendrá el Mesías no para suprimir la guerra y la violencia, sino para redimir y cambiar al pueblo. Vendrá, aunque será mirado con odio por muchos y será tomado por un utópico iluso.

Dice el Bautista: Vendrá el Mesías esperado. Pero será tan inesperado que nos descolocará, haciéndonos vacilar. Señalará con el hacha. No cortará el árbol, pero lo cavará alrededor, lo abonará y lo cuidará, esperando que dé buenos frutos.

El fuego de Dios

El Dios que anuncia el Bautista, el Dios que esperamos, es el Dios que quema por dentro, que barre con fuerza nuestros temores, un Dios fuerte e impetuoso.

Un fuego que arde abrasando las lentitudes y las perezas, devorando toda objeción, cualquier oscuridad y todos los miedos. Juan proclama:  no basta con ampararse detrás de la tradición (“tenemos por padre a Abraham”) o con una fe exterior, de fachada, con una conciencia tibia (“dad el fruto que pide la conversión”).

El Mesías que viene pide un cambio real, una elección de vida, una toma de posición. Dios hecho hombre separa la luz de las tinieblas, y nos obliga a acogerlo… o a rechazarlo.

De modo que un Dios sobre las nubes, una divinidad huraña a la que invocar para arrancarle un milagro o a la que insultar porque el milagro no ha ocurrido, es un cuento; ese dios es un ídolo pagano. ¡Hermanos: aquí estamos hablando de un Dios hecho un ser humano recién nacido!

Un Dios indefenso que destroza nuestras teorías aproximativas sobre la naturaleza divina, un Dios humilde y frágil, que pide hospitalidad, como un refugiado más, y no una vana devoción edulcorada. Un Dios entregado, ostensible, evidente y mendigo. Un Dios que te mira a los ojos… y espera una respuesta.

Ante esta irrupción de un Dios inesperado, Isaías queda confundido y Juan inquieto y conmovido.

Siempre tan diferente, siempre tan fuera de sitio, siempre tan loco este nuestro Dios.

 Hermanos: Éste es el anuncio; está hecho. Éste es el tiempo verdadero para preparar el camino al Señor que viene, éste es el tiempo verdadero para posicionarnos y acoger a este Dios siempre inesperado, siempre diferente. Ahora, a nosotros, nos toca acogerlo. Hagámoslo pues.

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