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sábado, 4 de febrero de 2023

DOMINGO 5º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)



Primera Lectura: Is 58, 7-10
Salmo Responsorial: Salmo 111
Segunda Lectura: 1 Cor 2, 1-5
Evangelio: Mt 5, 13-16

Tal vez más de uno haya pensado que la página de las bienaventuranzas, del domingo anterior, es algo para locos. Tenéis toda la razón.

Porque las palabras de las bienaventuranzas chirrían mucho en estos tiempos en que parece triunfar todo lo contrario de lo que ellas proclaman. Además, en un momento en que todos barruntamos lo peor.

¿Tendremos que resignarnos ante la situación y olvidar las bienaventuranzas? Cómo hacen muchos cristianos, ¿hemos de dejar nuestra fe encerrada en una cajón para sacarla a pasear el domingo y el resto de la semana “sálvese quien pueda”?

¿Tiene verdaderamente algún sentido guardar en el corazón una página como la de las bienaventuranzas y tratar de orientar la vida a la luz de esa Palabra de Dios?

Son preguntas espinosas, ciertamente. Preguntas que también los primeros cristianos se hacían, cuando tenían que vérselas con la lucha de cada día, con las incomprensiones de la comunidad naciente, aplastados entre una religiosidad tradicional totalizadora (como era el judaísmo), y otra irrelevante (la religión romana tradicional), y una vida social y política agresiva y decadente. Tal como hoy.

Jesús y las bienaventuranzas

Jesús vive las bienaventuranzas que proclama. Y nos desvela tanto el rostro de un Dios tan diferente de nuestros miedos, como el de un hombre que está en el polo opuesto de lo que quisiéramos. Si el mundo exalta a los guapos, los fuertes, los arrogantes, los sin escrúpulos, los falsos, los ambiciosos, el Señor nos muestra que sólo un corazón humilde, sincero, confiado, dispuesto a cargar con las consecuencias de sus acciones es el que construye la nueva humanidad.

Bienaventurados nosotros, si buscamos seguir los deseos del Señor. Bienaventurados nosotros, si no nos asustamos de lo que está pasando, bienaventurados nosotros si no nos dejamos arrebatar por el desaliento porque el mar que atravesamos está agitado y nos falta la fe.

Pero ante la perplejidad y a la lucha por vivir las bienaventuranzas, Jesús, en vez de bajar el listón, lo levanta. No pone sordina, ni busca apaños: apunta más alto aún: ¿si la sal pierde el sabor, con qué salaremos?

Sabores

La fe nos aliña la vida; el evangelio es una pizca de sal que da sabor a todo el resto.

Es verdad:  quien ha hecho experiencia de la belleza de Dios entre nosotros sabe que su vida ha cambiado al ser iluminado por la Palabra, y que así puede verse a sí mismo y a los demás de manera diferente, sabe que posee una clave de lectura innovadora de la historia, grande y pequeña, y de la suya propia: el mundo no es una sucesión de acontecimientos violentos e inexplicables sino la manifestación del gran proyecto de amor que Dios tiene sobre la humanidad. Y eso da un nuevo sabor a la vida.

La sal es un bien precioso, no en vano se pagaba con sal a los soldados romanos: el salario. Pero Jesús nos avisa del terrible riesgo de que la sal se corrompa.

Nosotros hemos recibido la sal, el sabor del evangelio. Pero también estamos llamados, dice el Señor, a convertirnos en sal para otros.

Sosos

La sensación, en cambio, es que nos hemos vuelto sosos.

No hace falta mucha sal para sazonar un manjar, no necesitamos una multitud de cristianos para aderezar la sociedad. No necesitamos a muchos cristianos, pero sí cristianos que amen mucho y que crean de corazón tanto en lo que dicen como en lo que viven.

El drama de nuestro tiempo, en el mundo occidental, es el de vivir un cristianismo sin Cristo, una religión sin fe, y un culto sin celebración.

Tenemos que pagar por ello un precio muy alto, y de terribles consecuencias, a un cristianismo social y cultural que todavía empapa nuestra sociedad, pero que ya no es suficiente para crear discípulos del Señor. Un cristianismo que se reduce a costumbres, tradiciones, a una ética, o a una solidaridad, pero que ya no da sabor a la vida.

Nos hemos vuelto lámparas metidas debajo del taburete, temerosos de ser transparencia de Dios, más atentos a mostrarnos socialmente con un cristianismo “políticamente correcto” a base de todos los distingos y aclaraciones necesarias para no parecer demasiado molestos a la sociedad.

Nos avergonzamos, demasiado a menudo, de pertenecer a una Iglesia que da ocasión fácil a las críticas y las ironías por su incoherencia.

Sugerencias saladas

Isaías nos desvela el modo concreto de ser luz y sal:  por medio del amor, mediante la caridad efectiva que se inclina hacia el pobre y el que sufre. Sobre todo, por vivir en la justicia. Sin apaños, sin pereza, sin concesiones. Coherentes,  sin llegar a ser fanáticos; misericordiosos y no intransigentes. Evitar juzgar y ser esclavos del juicio de los otros. Purificar siempre el lenguaje violento. Abrir el corazón a la compasión con quien tiene hambre (de pan, de atención y de justicia); saciar a quien está afligido en su corazón, dedicándole tiempo y escucha.

Hoy es una tarea ineludible de la Iglesia permanecer con los pobres, encontrando nuevos modos de vivir el inalterable Evangelio, proponiendo no sólo gestos de limosna sino también estilos de vida que contrasten la pobreza difusa, los beneficios y la economía en el centro de las opciones que se toman, que confronten el egoísmo y el hedonismo como fáciles soluciones a los problemas de la vida.

Pablo nos recuerda, a partir de su experiencia, que la lógica de Dios es diferente de la lógica del mundo; es una lógica crucificada, “pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado”. No se trata de convencer sino de ser. No se trata de vender un producto, sino de acoger y vivir una vida nueva. No se trata de dar la luz, sino de permanecer encendidos en contacto con la llama viva de la Palabra de Dios. No es a nosotros mismos a quien transmitimos a los demás, sino a un Dios que se nos es dado como regalo.

Si podemos dar sabor a todo, si podemos indicar un camino a todos, un recorrido de salvación, es porque nosotros lo hemos recibido antes del Señor.

Aplausos

No es que los cristianos juguemos a ser los puros, los buenos, a ser unos “buenos católicos”. No jugamos a ser santos, no queremos abrazar esa santa hipocresía que tanto mal ha hecho al Evangelio a lo largo de la historia.

Únicamente queremos apasionadamente, inmensa y fuertemente, seguir a quien nos ha cambiado la vida. Y creer, con todas nuestras fuerzas, que el camino indicado por Él nos lleva a la verdad y a la plenitud de la vida.

 Podemos ser un enorme cirio pascual, o una pequeña candela. Pero si no estamos encendidos sólo somos un trozo de cera inerte.

Seguir a Jesús, el Cordero de Dios, acoger las bienaventuranzas como una posibilidad real de vida, enciende nuestro corazón y da sabor a la vida. A la nuestra y la de los demás.

De este modo, sin saber cómo, la luz que nos habita iluminará el corazón de los otros. Y los otros darán gloria a Dios, no a nosotros; alabarán la luz, no la pequeña llama o la candela.

Y así, todos, encendidos, iluminados y sabrosos, construiremos el Reino.

Como la sal, basta una pizca para dar sabor. Como la llama, basta una vela para iluminar una gran catedral. Que el Señor nos ilumine.

 

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