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sábado, 25 de febrero de 2017

DOMINGO 8º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)


 Primera Lectura: Is 49, 14-15
Salmo Responsorial: Salmo61
Segunda Lectura: 1 Cor 4, 1-5
Evangelio: Mt 6, 24-34


Una madre no se olvida de su criatura. Jamás. Y aunque sucediera así (porque hay gente para todo), eso nunca ocurrirá con Dios. Él no abandona a sus hijos, no me abandona a mí. Jamás.
Con este extraordinario testimonio Isaías nos acompaña hacia la Cuaresma, en este domingo dónde, aturdidos por las exigencias evangélicas de las Bienaventuranzas, dejamos de fijarnos en lo que tenemos que hacer para convertirnos en sal y luz, y miramos al rostro del Dios que nos invita a vivir aquellas bienaventuranzas.
Sin embargo, cuántas veces este rostro queda alterado, traicionado por nuestros miedos y menospreciado. O, peor, reemplazado.
Desgraciadamente, hoy, el nuevo rostro de Dios tiene un nombre antiguo: Mammón.

Mammón
El amor al dinero es la raíz de todos los males, sentencia, cortante, el autor de la segunda carta a Timoteo, alguien del círculo de san Pablo. Y continua: algunos, arrastrados por él, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. (1 Tim 6, 10).
Muchas personas pueden pensar que es una cosa excesiva; pero tiene toda la razón.
El ansia de poseer ha envenenado nuestras relaciones metiéndonos en un abismo caótico y sin fin. Hay datos escalofriantes:  más de siete mil millones de personas habitan el planeta, pero unos pocos cientos de miles establecen su destino, enriqueciéndose cada vez más.
El mercado es el nuevo ídolo de nuestro tiempo; el beneficio ha reemplazado al trabajo y nuestro destino concreto depende de leyes, creadas por personas interesadas, y que se propugnan como inevitables.
Hoy Jesús nos dice con fuerza en el evangelio que el mayor enemigo de ese mundo más digno, justo y solidario que Dios quiere, es el dinero. El culto al dinero será siempre el mayor obstáculo que encontrará la Humanidad para progresar hacia una convivencia más humana. “No podéis servir a Dios y al Dinero”. Es lógico, Dios no puede reinar en el mundo y ser Padre de todos, sin reclamar justicia para los que son excluidos de una vida digna.
Y el Papa Francisco, en nombre de Dios, reclama: “No a una economía de la exclusión y la iniquidad. Esa economía mata”. “No puede ser que no sea noticia que muera de frío un anciano en la calle y que sí lo sea la caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es iniquidad”. Y otra cita más: “La cultura del bienestar nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un espectáculo que de ninguna manera nos altera”.
Sin señalar enseguida a los milmillonarios, por los que rezamos esperando su conversión, pensemos en nuestra propia actitud: ¿qué relación tenemos con la posesión, la acumulación y el dinero?
La verdad es que, en mi vida, no me he encontrado casi nunca con alguien que admitiese vivir por y para el dinero. ¿Pero, entonces, de dónde deriva la ansiedad por alcanzar una posición, aunque sea a codazos, y de poseer lo que veo en cualquier esquina? Todos somos muy austeros… con el dinero de los otros.
Ante esta situación, Jesús es lapidario: quien entra en la lógica de Mammón está destinado a fracasar. En arameo esta palabra se entendía mucho mejor: en quien pones tu confianza (emuná), ¿en Dios o en Mammón (ma’amum).

Seguridades
¿En qué ponemos nuestras seguridades? ¿En quién?
Está bien ser prudentes, no ser desordenados y hacer como el buen padre de familia que piensa en el futuro de sus hijos. Pero el engaño está en que no es el dinero y las posesiones lo que nos da la seguridad. Jamás.
Cuántas personas conocemos que han trabajado como mulos para acumular bienes, esperando gozar de la vejez y tomar el sol en alguna playa exótica, y que han sido llamados por la hermana muerte antes de poder realizar sus sueños…
Y aquí viene la provocación de Jesús:  sólo el padre-madre que es Dios nos ofrece la seguridad de ser amados. Jesús pide al discípulo poner a Dios en el centro de su búsqueda y de su confianza. Porque Él y sólo él puede llenar nuestro corazón.
Y no es un acto de fe, sino de sentido común.
Basta con mirar alrededor para entender que Dios se ocupa de nosotros. Como se ocupa de los pájaros del cielo. Y de las azucenas del campo a las que viste mejor que el rey Salomón. Si Dios viste así a la hierba del campo, ¿cómo dudar?
Ciertamente, no tenemos que estar sentados esperando que llueva el pan del cielo o sabe Dios qué… Tenemos que trabajar, ganar el pan cotidiano, ciertamente. Trabajar y empeñarnos en lo que hacemos, obvio. Pero nada más.
Más bien es otra cosa en la que debemos invertir y esforzarnos: el Reino de Dios. Lo primero el Reino. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6, 33).
Es inútil añadir preocupaciones a nuestras penas, son suficientes las que nos vienen cada día. Pero busquemos el Reino y las cosas de Dios como el primero y fundamental empeño de nuestra vida. Vivamos intensamente el presente, dejándole a Dios y en sus manos nuestro futuro.
Dios no es un agente de seguros que nos garantiza la ausencia de dolor en nuestra vida. Para nada. Sino un adulto que nos trata como adultos y que nos ofrece la posibilidad de fijarnos en las cosas con otra mirada.
Sabiendo que cualquier cosa buena que vivimos no es más que la fianza del futuro, la página publicitaria del absoluto de Dios, prenda de la plenitud que nos espera en otro lugar.
Desde ahí entendemos la invitación que nos hace Pablo en la segunda lectura: aunque la gente a nuestro alrededor viva de otro modo ¿qué importa? ¿Por qué nos preocupamos de lo qué la gente piense y de su juicio, tantas veces cruel? Nuestra vida es vivir las bienaventuranzas, vivir la paradoja del evangelio, vivir el deseo de mirar cara a cara a lo invisible. Aunque seamos tomados por ingenuos, o por locos.
Sepamos, pues, poner en el centro de la vida lo esencial. A cada día le basta su afán, cierto, pero nosotros queremos invertir bien nuestras energías espirituales. No nos dejemos engañar por los mil cantos de sirena que nos indican inverosímiles caminos de la felicidad (el éxito, el dinero, las apariencias…). Miremos, en cambio, obstinadamente hacia el único que puede llenar nuestra infinita necesidad de plenitud: Cristo Jesús, nuestro salvador.
Pidámosle una fe viva para descubrirlo.

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