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sábado, 16 de septiembre de 2023

DOMINGO 24º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)



Primera Lectura: Eclo 27,30 - 28,9
Salmo Responsorial: Salmo102
Segunda Lectura: Rom 14,7-9
Evangelio: Mt 18, 21-35

Perdonar es una debilidad, dice el mundo violento que nos rodea.

Es ridículo admitir que tienes defectos, mejor es ocultarlos, negarlos o mostrarlos como un trofeo, en un frenesí por aumentar la maldad e hipocresía. Presumir de quién es peor.

Perdonar es de débiles, excepto para permitir al periodista preguntarle a una madre frenética si perdona al asesino de su hijo.

Tomemos las cosas en serio, por favor. El perdón es una cosa muy seria. Y eso lo saben muy bien, tanto el que ha sido herido como el que hirió, tanto la víctima como el victimario.

Si el pasado domingo la liturgia nos presentaba la práctica del perdón dentro de la comunidad cristiana, la Palabra de hoy es más audaz todavía y nos invita a reflexionar sobre la razón del perdón en sí mismo.

¿Por qué he de perdonar? ¿Cuántas veces he de perdonar?

Históricamente, en la Biblia, el grito horrible de Lamec, hijo de Caín, que amenaza con matar setenta veces siete por un desacuerdo (Gen 4), se ve atenuado por la ley del talión que pone, al menos, un freno a la ira, mediante la introducción de un criterio de proporcionalidad en la venganza: sólo es permitido ojo por ojo, diente por diente. En el Pentateuco ya encontramos algún indicio de misericordia, pero siempre limitado a los que son hermanos en la fe. Piedad sólo para los míos.

En tiempos de Jesús los rabinos sugerían que, para mostrar clemencia, se debería perdonar tres veces el mal sufrido. Pedro, en el evangelio de hoy, quiere exagerar, y propone perdonar hasta siete veces.

Pero hizo mal las cuentas.

Siete veces, setenta veces siete

Imagínate que al final de la lectura de este texto, tu vecino de casa te busca para decirte lo siento: ayer por la noche, durante una cena con los amigos, empiné el codo y hablé mal de ti, y ahora me siento mortificado. Tú, que eres generoso, le dices que no es nada, y él te da las gracias.

Luego, regresa una hora más tarde diciendo que ha vuelto a hacer lo mismo, esta vez con el portero, y también se disculpa por ello. ¿Qué vas a hacer, perdonarlo? ¿No te sientes tomado por el pito del sereno?

La propuesta de Pedro es generosa – perdonar siete veces – es generosa y hasta heroica; la de Jesús, en cambio, parece una locura, que sólo podemos entender con la lógica divina: Jesús nos dice que estamos llamados a perdonar siempre, porque siempre hemos sido y somos perdonados por Dios.

El poco crédito que concedemos a los hermanos no es nada comparado con la deuda monstruosa que nosotros hemos contraído con Dios. Y Él nos la ha cancelado.

Siervos

La deuda del criado, que presenta el evangelio, es deliberadamente absurda: un talento equivale a 16 kilos de oro. Diez mil talentos son una cifra inimaginable (casi 6.000 millones de euros). Esa deuda enorme es perdonada; no así, en cambio, la deuda del otro siervo que, a pesar de ser una cifra importante lo que debía a su colega, unos doscientos días laborables (pongamos unos 6.000 €), no tenía nada con qué pagar.

La reacción del patrón, obviamente, es feroz: tienes que perdonar porque tú has sido perdonado en mucho más.

Esta es la razón del perdón cristiano: perdonar a los que me hacen mal porque yo he sido perdonado primero. No perdonar porque el otro sea mejor, o se convierta en buena persona, o se ablande, o me caiga simpático.

A veces, la otra persona ni siquiera sabrá que ha sido perdonada, o puede que, incluso, desprecie mi gesto si se entera.

No perdono porque el otro cambie, sino porque ¡soy yo el que tengo que cambiar, urgentemente!

El perdón me coloca en una posición nueva y diferente, haciéndome semejante a ese Dios que llueve sobre justos e injustos. El perdón me hace imagen de Dios.

 Consejos

No perdonamos porque seamos mejores, ni el perdón es una amnesia que me hace olvidar todo. Decir “yo perdono, pero no olvido” da la risa. Porque si olvidas, no puedes perdonar.

 Perdono porque elijo perdonar, porque quiero perdonar. Ver a quien me ha hecho mal, indudablemente, me reabre las heridas, y me hace sentir tan mal como un perro apaleado, sin embargo, elijo el camino de la libertad. Eso es perdonar.

Para muchas personas que han tenido la vida arruinada por la superficialidad y la maldad de otros, es ya un gran logro no desearles la muerte, sino la conversión de aquellos que les han hecho daño.

Te perdono y además ruego porque te arrepientas del mal que me hiciste.

No esperemos nunca que el perdón sea perfecto, angelical, extraordinario. Perdonamos como podemos, en la medida que llegamos a lo mejor de nuestra capacidad y fuerza.

Perdonamos porque somos perdonados, porque el perdón nos hace extraordinariamente libres. Así podemos rezar, diciendo en el Padrenuestro “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Sólo desde la experiencia personal del perdón, absoluto y misericordioso, de Dios nuestro Padre, sólo desde ahí podemos perdonar a los demás como Él nos perdona.

 Hijos del Perdón

¡Qué adulto y vigoroso es el perdón! ¡Qué fuerte y decidido! ¡Qué heroico y, a la vez, qué humano!

Necesitamos dar y recibir perdón, para poder vivir como hijos de la reconciliación. Aceptar el perdón de los demás, sin reclamaciones ni reproches. Pedir perdón, admitiendo nuestras limitaciones.

¡Las familias, las comunidades, la sociedad y la Iglesia cambiarían de rostro si viviéramos mejor la práctica del perdón!

No habrá paz sin justicia. Pero no hay justicia sin perdón.

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