Hoy
nos encontramos con una palabra desestabilizadora, una palabra que interrumpe
el flujo de reflexiones de Marcos en torno a la persona de Jesús, y que nos
presenta una nueva pregunta.
Ya
no es: ¿Quién es Jesús, sino: ¿Qué es el amor?
Es
una pregunta intrigante y actual, fuerte y misteriosa, que resuena poderosamente
en nuestro mundo, que ha perdido las certezas, y que parece abrumado por una
ola de fragilidad y de fango. Las desalentadoras noticias que continúan llenando
los noticiarios someten a una dura prueba hasta al cristiano más optimista.
Así
es, incluso ahora que nos refugiamos en lo privado, que abandonamos los grandes
proyectos sociales y políticos para encerrarnos en el mundo estrecho y
protegido de los afectos privados ... También aquí reina una confusión
soberana.
Quien
tiene una familia, no la quiere, y quien no puede (divorciados, parejas
homosexuales) la querría.
Se
propone el amor como un refugio seguro, cargado con mil esperanzas y
expectativas, lleno de sueños y gratificaciones. Pero la realidad, una vez más,
nos pone en crisis: no basta con reiterar e insistir en el enamoramiento,
exaltar el amor de fusión para evitar pesadas decepciones.
¿Quién
nos puede decir una palabra que no sea banal, que tenga el sabor de la verdad,
que indique con autoridad el camino a seguir?
Sólo
Dios, el que inventado el amor.
Excesos
La
página del Génesis que narra con lenguaje poético la creación de la pareja
humana revela, si lo leemos bien, un aspecto preocupante.
La
retórica católica ha exaltado la historia de la creación de la mujer. Y no es
así: el texto revela uno de los errores más comunes entre los amantes.
El
ser humano no es feliz; no es suficiente para él conocer la realidad (este es
el significado de dar nombre a los animales). Dios admite su error (¡asombroso!)
y decide correr a repararlo. Hará para el ser humano otro de sí mismo, que lo
contraponga y complemente (el término hebreo contiene un punto de conflicto). El
hombre duerme y Dios crea a la mujer, no de la costilla, como erróneamente se
ha traducido, sino que lo divide por la mitad.
El
término usado apunta al dintel de la puerta: el hermafrodita humano está
dividido en dos partes, en dos jambas que sostienen el arquitrabe. Y por esa
puerta, el ser humano entra en el reino de Dios.
Pero el hombre se despierta y no admite la diversidad; no admite que la mujer viene de Dios, sino que piensa que la conoce, la llama “ésta” y dice que es un pedazo de sí mismo, en definitiva, una proyección de su ego. ¡Terrible!
¿No
es ésta una pintura del amor de fusión tan elogiado por los medios de
comunicación y seguida por nuestras frágiles generaciones de adolescentes? ¿Creer
que el otro es mi espejo? ¿Exaltar la idea de que, a fin de cuentas, se trata
de una sumisión disfrazada? ¿Eliminar la diversidad entre macho y hembra?
La
solución a todo este lío la ofrece el redactor del texto: “por eso dejará el
hombre a su familia y se convertirán en una sola carne”.
Para
construir una relación verdadera, hace falta abandonar la propia idea de
familia y unir la carne. Pero, ojo, esto no tiene nada que ver con el sexo: en la
antropología bíblica, “carne” es lo que indica la parte débil del ser humano.
Sólo
mediante la combinación de sus fragilidades el ser humano puede llegar a ser
pareja, buscando no en nosotros mismos, sino en Otro, el sentido de nuestras
vidas. Hombres y mujeres somos compañeros de viaje.
Divorcios sexistas
En
tiempos de Jesús, el divorcio era un hecho establecido, incluso atribuido a
Moisés, por lo que era intangible. Nadie se hubiera atrevido a cuestionar una
norma tan favorable a los varones. La pregunta planteada a Jesús era retórica,
todo el mundo esperaba que, por supuesto, Jesús bendeciría esta regla.
La
respuesta de Jesús se sitúa en el filo de la navaja: vosotros lo hacéis así,
pero Dios no piensa así, Dios cree en el amor único, que cree en la posibilidad
de vivir con una persona de por vida. Sin tener que soportarse, sin sentirse en
una jaula, sin masacrarse mutuamente. El objetivo de la vida conyugal no es
vivir juntos para siempre, sino amarse para siempre.
La
respuesta de Jesús provoca un embarazoso silencio, miradas sonrientes y
cómplices: “¿Pero, qué broma es esta?” Los apóstoles toman aparte a Jesús e
insisten: “no hablas en serio, ¿verdad?” Mateo, en el pasaje paralelo, deja
nota de la desconsolada declaración de los doce: “Entonces es mejor no casarse”
(Mt 19, 10).
Sueño de amor
Jesús
dice que es posible amarse durante toda la vida, que Dios ha pensado así la
aventura del matrimonio; que, realmente, la fidelidad a un sueño no es una utopía
de adolescentes, sino la bendición de Dios. Cuando dos jóvenes deciden casarse
y nos hablan de fidelidad, no estamos hablando de una norma anacrónica, de una
estructura reaccionaria que propone un modelo ya superado: estamos hablando del
sueño de Dios.
A
partir de aquí, con esfuerzo y tenacidad, los discípulos descubrieron la
riqueza del matrimonio cristiano.
Ya
antes de Cristo, las personas se encontraban, se enamoraban, vivían juntas y
tenían hijos. Hacerlo en el Señor, poner a Jesús en el medio, nos hace
comprender cosas extraordinarias, nuevas y desconcertante sobre uno mismo y
sobre la pareja. En los últimos años, asistiendo a muchas parejas, orando y
viviendo con ellas, he visto como descubrieron y asumieron la novedad del
matrimonio en el Señor.
Las fracturas
Es
preciosos poder decirles a dos jóvenes que desean casarse en el Señor, tomando el
evangelio como modelo, que el matrimonio cristiano es una elección libre, una
idea de Dios y no de la Iglesia. Es normal enamorarse, es normal decidir vivir
juntos. Hacerlo como Jesús pide es una elección particular: la de poner a Dios
en medio de nuestras vidas.
Y
eso no es patrimonio de una Iglesia reaccionaria que no sabe abrirse al mundo,
sino que es el mismo sueño de Dios. A la luz de esta Palabra, como creyentes,
podemos confiarnos íntimamente al Dios que inventó el amor, sabiendo bien que estamos
llamados reescribir y revivir el mensaje inalterable de la Creación.
Amémonos
tierna y cariñosamente los que creemos en el Amor de Dios.
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