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domingo, 16 de abril de 2017

DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Ciclo A)


 Primera Lectura: Hch 10, 34.37-43
Salmo Responsorial: Salmo 117
Segunda Lectura: Col 3, 1-4
Evangelio: Jn 20, 1-9


¡El Señor está vivo, amigos, ha resucitado, y está presente para siempre!

Lo hemos acompañamos entre los olivos de Getsemaní, cuando estábamos dormidos, vencidos por el sueño, sin saber que, junto a nosotros, se estaba dando el choque titánico entre la oscuridad y el amor.

Lo seguimos desde la distancia, igual que Pedro, después de su arresto en Getsemaní, aturdidos y asustados al ver tanta violencia contra un hombre bueno y humilde.

Lo hemos visto, colgado, desfigurado, conmocionado, hecho jirones, que perdonaba a sus asesinos hasta el último aliento de vida.

Después junto con los demás, nos encerramos en el cuarto superior, el de la cena. Como si las paredes hubiesen conservado algo de él. Nos encerramos para animarnos a nosotros mismos, sin ni siquiera tener el derecho a llorar, consumidos por el miedo.

Parecía que todo había acabado de la peor manera, como a menudo sucede en nuestras vidas. Una derrota total, el partido perdido, el final de los sueños. Era demasiado bueno para ser verdad.

Pero, al amanecer, al día siguiente del Shabbat de la Pascua, María vino a decirnos que fuésemos corriendo a la tumba.

Sepulcros
Es el lugar menos espiritual de Jerusalén, como por desgracia saben muy bien los peregrinos. De la basílica construida por Constantino el Grande queda muy poco, aunque en cada piedra se pueden leer las señales del tiempo y las vicisitudes de la basílica. El statu quo, el decreto emitido por un gobernador musulmán exasperado, ha bloqueado durante siglos cada espacio y cada minuto del día o de la noche, de manera que las diferentes denominaciones cristianas continúan impunemente haciéndose mutuamente de las suyas. La llave de la gran portada lateral está, desde hace siglos, a cargo de una familia musulmana, porque los cristianos no eran gente de fiar. El interior es una sucesión caótica de estilos y épocas, de imágenes y velas, joyas e incienso.

En el centro de la cúpula hay una capilla vigilada por un severo y aburrido monje ortodoxo que permite entrar a los fieles, uno a uno, bajando la cabeza. Dentro de una pequeña habitación recubierta de mármol, una piedra.

Es todo lo que queda de la tumba que José de Arimatea le regaló al Maestro.

Primero la tumba fue cubierta de tierra y Augusto construyó encima un templo pagano, en el renacida Aelia Capitolina, después de haber arrasado a la Jerusalén rebelde. Luego, con la llegada de los reyes cristianos, se construyó una basílica que contenía la tumba y el calvario. Por último, durante la ocupación musulmana, un califa sin escrúpulos trató de arrasar la tumba, destrozándola.

En el lugar menos espiritual de Jerusalén, aprovechando algún momento de silencio, por la mañana, al amanecer, cuando los turistas aún no han llegado, incluso se puede orar. Sorprenderá la banalidad de aquel sitio, la fragilidad de los eclesiásticos (de cualquier iglesia); pero sorprende sobre todo el humor de Dios.
¡Amigos, Jesús ha resucitado!