En
el pasado, en este día, se bendecían las velas -candelas- que servían para
iluminar nuestras iglesias cuando aún no existía la iluminación eléctrica. Y
siempre este día, aún hoy, representaba un momento importante para las personas
consagradas que renuevan su adhesión total a Cristo, el don de sí mismos al
Padre, recordando la presentación de Jesús en el templo.
Ha
quedado tan grabado en la memoria de la liturgia el valor de esta fiesta, que
este año reemplaza al domingo que coincide con el 2 de febrero.
Es
una fiesta que recuerda más al tiempo navideño que acaba de terminar; es una fiesta
con sabor sagrado que huele a incienso: con la imaginación podemos ver las
altas columnas que sostenían el pórtico de Salomón y los vastos patios
pavimentados que conducían al área más sagrada del templo en Jerusalén.
Ocho
días después del nacimiento de su primogénito, María y José, una joven pareja
asustada de Galilea, cumple el precepto de la Ley de la circuncisión, una
fuerte señal en la carne que testifica la pertenencia del pueblo de Israel al
Dios revelado a Moisés. Una señal que consagra cada vida al Dios que da la vida.
Bonita historia.
Obedientes
Es
fascinante este gesto de María y José, un gesto de obediencia a la tradición,
de respeto a las leyes de Israel. Saben bien que ese niño es mucho más que el hijo
mayor al que tienen que consagrar al Señor, porque acaban de experimentar el
misterio infinito que habita en él.
Podrían
haber pensado que no era necesario por ser superior a la Ley, porque sostenían en
sus brazos a quien otorgó la Ley y que, misteriosamente, decidió hacerse hombre.
Pero no, van al templo como cualquier otra pareja y realizan el gesto prescrito
sin hacer muchas preguntas.
Es
tierno imaginarse a la pareja de Nazaret entrando tímidamente en los amplios
espacios del templo reconstruido, en medio del ajetreo de gente ocupada, de oraciones
en voz alta, de olor acre a incienso mezclado con la carne quemada de los sacrificios ... Allí están
María y José para satisfacer un rito de obediencia a la Ley Mosaica: hacer una
oferta para redimir a su primogénito, un ritual que nos recuerda que la vida
pertenece a Dios y que su don debe ser reconocido.