Nos convoca hoy aquí la
santidad de Ignacio. No hemos sido convocados para festejar a ninguno de los
poderosos notables de su tiempo, que tuvieron resonancia en su momento, y que luego
se perdieron en el olvido. Nos reunimos a causa de la santidad de un hombre que,
una vez convertido, fue trasparencia de la santidad de Dios en su vida. De un
hombre que, como dice el Papa Francisco en su exhortación “Gaudete et exultate”, estuvo abierto a Dios en todo y para ello
optó por él y eligió a Dios una y otra vez (GE, 15).
Todo lo que no sea
santidad y respuesta entregada a la llamada de Dios, irá pasando al olvido sin
dejar huella.
En mi debilidad te haces fuerte, Señor
Pero ¿cómo fue
encontrado Ignacio por Dios? El Señor encontró a Ignacio de Loyola en sus
límites. Todos conocemos la historia. En su orfandad, Ignacio tuvo que salir
por el mundo a buscarse la vida. La institución del mayorazgo vasco le excluía
de la posibilidad de un futuro familiar próspero. Primero fue a Castilla a
servir al Contador del Rey, Juan Velázquez de Cuéllar, cuya esposa, María de
Velasco, estaba emparentada con la familia de Ignacio. Allí el muchacho aprendió
la vida de la corte y conoció el ambiente cultural de la época, además de los
usos y costumbres de la burocracia y del manejo de las armas. Pero cuando el
Contador cayó en desgracia (así pasa con la gloria del mundo…), Ignacio tuvo
que abandonar Castilla y ponerse al servicio del Duque de Nájera y de su
ejército, que trataba de defender la frontera española ante las incursiones de
los franceses. Hasta que, en el famoso asedio de la ciudad de Pamplona, en
1521, Ignacio es herido y conducido de nuevo a la casa familiar de Loyola.
Ese viaje fue el
comienzo de un proceso de su conversión. ¿Qué pensaría Iñigo en aquel largo
camino en medio de sus dolores?... La herida de Ignacio le puso en una
situación límite: el dolor, la proximidad de la muerte, la soledad y la
postración de la convalecencia. Todos sus viejos sueños de caballero se estaban
viniendo abajo. Por eso luchaba, para que su cuerpo no quedara deforme, aunque
tuviera que pasar por los grandes dolores de aquellas operaciones carniceras.
En semejante situación
de debilidad Ignacio era una persona inútil para el futuro mundano del vano
honor y de las apariencias. Y sin embargo es ahí, precisamente, donde Dios sale
a su encuentro. Pablo fue encontrado por el Señor en el camino de Damasco,
tirado en el suelo y ciego; Francisco de Asís recorriendo desnudo las calles de
su ciudad. Ignacio es alcanzado, postrado y convaleciente, en su cama del
tercer piso de la casa torre de Loyola.
La vida de Ignacio nos muestra cómo Dios nos encuentra precisamente allí donde nuestros límites nos impiden ya caminar. Solemos imaginar a Dios en lo grande, en lo maravilloso, en lo acabado, en lo perfecto, en el triunfo y en la gloria. Pero no es así, porque Dios se nos muestra más bien en lo frágil, en la debilidad, en lo que más nos cuesta asumir. Allí donde no llega el hombre, es donde se hace más presente el Señor. De modo que nuestros límites humanos se convierten en la manifestación de Dios, en su teofanía: sólo descalzos, como Moisés, podremos acercarnos a la zarza ardiente de su amor.
Y hoy, ¿cuáles son
nuestros límites? ¿Qué cosas nos impiden avanzar? ¿Qué situaciones, personas o sentimientos
me hacen sentir frágil, débil y amenazado?
Todas ellas se pueden
convertir en nuestra zarza ardiente, en la manifestación para nosotros del amor
de Dios. Es precisamente en la vida herida donde, como Ignacio, podemos “ver
nuevas todas las cosas en Cristo” como recordábamos en el lema del
centenario ignaciano en los años pasados.
Una nueva visión de la vida cuyo sentido sólo
puede estar en el amor y el servicio: “En
todo amar y servir” a Dios y a las personas con las que nos encontramos.
Es lo que Ignacio iba barruntando mientras
leía las vidas de Cristo y de los santos en los monótonos días de su convalecencia
de Loyola. Desde entonces fue descubriendo que era posible otro tipo de vida;
que el vano honor del mundo, las riquezas y la soberbia del poder no daban ningún
sentido a la vida, sino que al contrario eran el principio de todos los males.
Sin embargo, sus muchas limitaciones
no iban a ser el final de sus sueños. Dios le estaba abriendo una nueva
perspectiva: aquella de repetir los gestos heroicos que habían hecho los
santos. De ese modo se sentía confortado por el Señor en su vacía soledad,
hasta poder llegar a construir un nuevo proyecto más allá de sus límites.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde la vida? Es la pregunta evangélica que movió a Ignacio primero y que impulsó después
la respuesta de Francisco Javier, cuando Ignacio se la lanzó en París.
Echemos bien las cuentas
Con otras palabras, ¿qué
es aquello por lo que merece la pena vivir? ¿Qué nos hace verdaderamente felices?
¿Qué es lo que nos hace capaces de llenar el infinito deseo de bien que se aloja
en nuestro corazón?
Jesús es concreto, valiente, y nos reta a
afrontar con verdad las grandes preguntas que desde siempre habitan nuestro corazón.
Y la respuesta es inesperada y desconcertante: Jesús se propone a sí mismo como
el único capaz de satisfacer nuestro deseo de bien; promete darnos la alegría más
grande que jamás hayamos vivido.
Ignacio capta esta
llamada de Jesús y la va interiorizando hasta identificarse con ella en el
seguimiento radical de “Cristo pobre y
humillado”; hasta el punto de llamar “Compañía de Jesús” al grupo
apostólico que llegará a fundar con el tiempo.
Hasta las personas más
realizadas y valoradas saben muy bien que también ellas viven momentos de
fatiga, de desengaño. Incluso quienes tienen una vida llena de cariño y
satisfacciones viven momentos en los que sienten que les falta algo, que les falta
mucho aún para colmar su infinito deseo de bien. Porque sólo el infinito de
Dios puede llenar el insaciable deseo de bien que llevamos dentro de nosotros. Echemos
bien las cuentas y veamos si estamos invirtiendo lo necesario, si dedicamos
tiempo y energías en lo único que puede dar sentido a nuestra inquietud. Porque
ahí es donde está en juego nuestra felicidad y nuestro mayor bien.
Magis
Hoy Jesús afirma que él
es más; él es el “magis”. Más que un
cariño, más que una familia, más que cualquiera otra alegría o satisfacción que
el mundo pueda darnos. Por tanto, el “magis”
ignaciano no es sólo buscar lo más y mejor, la excelencia en todo los que
podamos hacer, sino buscar y hallar al mismo Jesús en todo lo que hacemos,
porque él es nuestro mayor bien.
Jesús es lo más, y tiene
la pretensión de llenar el corazón de quien le sigue, y por eso puede ser tan exigente.
¿Pero lo escuchamos de verdad? ¿No será, quizás, porque nuestro seguimiento y nuestro
caminar sobre sus pasos es titubeante, por lo que muchas veces la fe se
convierte en una carga, en un peso y en una fatiga?
Ciertamente, escuchar las
palabras del evangelio de hoy sin haber encontrado antes el amor de Cristo es
un poco desalentador, y hasta la fe nos puede parecer inhumana. Pero no es así:
Jesús es exigente porque sabe mantener lo que promete, sabe que puede dar la
vida verdadera al discípulo que lo sigue sin excepciones ni titubeos. La lógica
de la cruz - que no es para nada la lógica del sufrimiento por sí mismo, sino la
lógica de quien se fía y se entrega – demuestra que se puede amar hasta el
punto de entregar la propia vida, como Jesús inequívocamente hizo.
Ésta es la Sabiduría
verdadera, que trastocó la vida de Ignacio de Loyola y que, por su medio, se ha
ido haciendo presente en tantas congregaciones, comunidades y personas que
forman en la Iglesia la familia ignaciana.
Pero no es el número de
seguidores, el buen nombre, el saber o la ciencia lo que es esencial para Ignacio
y sus compañeros. Lo importante es “la
mayor gloria de Dios y el bien de las personas”; la búsqueda ansiosa de la verdad
y la felicidad de vivir la vida en plenitud.
En esta fiesta de San
Ignacio, echemos cuentas para ver si estamos dispuestos a arriesgar, si tenemos
dentro las ganas y el ánimo necesario para llevar adelante una empresa que pide,
ante todo, fiarse del Señor. Una empresa que tiene sus condiciones de partida:
desear lo absoluto, alzar la mirada, como Ignacio hacía, para localizar las
cosas del cielo, para buscar y hallar en todo el Reino de Dios y su justicia.
Si lo hacemos, nuestra
vida, ya desde ahora, cambiará de perspectiva.
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