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sábado, 4 de enero de 2020

DOMINGO 2º DE NAVIDAD (Ciclo A)



Primera Lectura: Eclo 24, 1-2.8-12
Salmo Responsorial: Salmo 147
Segunda Lectura: Ef 1,3-6.15-18
Evangelio: Jn 1, 1-18

Durante el tiempo de Navidad, en tres semanas escasas, nos encontramos celebrando una fiesta dos veces por semana. Para los pobres curas, incluyendo las vísperas, cuatro veces por semana. Es para perderse, si lo complicamos con las justas y necesarias vacaciones que hace quien puede.
El segundo domingo de Navidad parece ser una de las celebraciones más flojas del año. Se llega con las pilas descargadas y el colesterol alto.
¡Un poco de dieta también vendría bien a la liturgia!
Está bien la Navidad, no está mal el domingo de la Sagrada Familia, y vale el Año Nuevo, con la Maternidad de María... ¡Pero volver a misa por cuarta vez en doce días, para algunos, pone a prueba la fe!
Y la liturgia muestra también este cansancio. ¿Qué más queda todavía por decir?
Pues todavía queda apuntar más alto, volar en alta cota, como ocurre hoy.
Venimos a la eucaristía y nos encontramos con el prólogo de Juan, la meditación del libro del Eclesiástico y el himno de la Carta a los Efesios, de Pablo. Teología en estado puro, emociones fuertes, con sólo que supiéramos tenerlas, leyendo la Palabra.

Cambio de perspectiva
Juan escribe su prólogo al final del evangelio, como si fuera un resumen de toda su predicación. Y ahí encontramos una frase de fuerte impacto, que es para aprender de memoria, y que yo creo que dice claramente lo que es el misterio de la Navidad. Y no la farsa de Navidad que hemos llegado a hacer de ella, al menos en nuestro mundo occidental, opulento y descreído.
Juan dice así: “la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron”.
Claro, fuerte, inmediato, desolador.
No hay mucho que celebrar en Navidad, como no sea convertirse y arrepentirse. La humanidad no ha mostrado una gran acogida a la primera venida de Dios. Hay poco que celebrar, casi como si se hilvanara con retraso una fiesta. La Navidad es un drama: Dios llega y el hombre no está. “Vino a su casa y los suyos no le recibieron”. Pocos se dan cuenta y menos aún lo acogen: María y su querido José, los pastores, los magos, Simeón y Ana la profetisa. Fin de la lista.
Por eso, los hermanos orientales se atreven a decir lo que nosotros, púdicamente, omitimos: el rechazo y la muerte. En los iconos de la Natividad, ellos acomodan al Niño Jesús fajado en una tumba. Desde el principio este niño ya es un misterio de contradicción, ya es el crucificado. San Ignacio también señala esta unión entre Belén y el Gólgota en la contemplación del Nacimiento, en sus Ejercicios Espirituales: “Mirar y considerar… para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, al cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz”. ¿No os dice algo que los magos le lleven como regalo la mirra, un perfume que se usaba para embalsamar los cadáveres...? Menos dulzuras y blandenguerías, menos saltos de alegría delante del Niño, más compromiso, más reflexión.