Bueno, aquí estamos, y parece que hemos
sobrevivido a la retórica navideña y la melaza pringosa que provoca algo así como
una diabetes anímica, con fiestas sin referencia alguna al misterio que
celebramos del nacimiento del Hijo de Dios, todo muy correcto políticamente,
pero… falto de algo fundamental.
Y espero hayan sobrevivido también tantas personas
que viven la Navidad como el peor día del año y que anhelan el día de Reyes
como una liberación, porque así se acaban una fiestas que no soportan.
Antes de encontrarnos con los Magos que buscan
respuestas a sus propias preguntas y a sus curiosidades, nos viene este extraño
segundo domingo del tiempo de Navidad que, sin embargo, nos invita a volar alto.
Sé bien que en estas dos semanas hemos sido invitados a celebrar un montón de
fiestas y que quizás este no estamos para muchos trotes, pero sería una pena,
porque nos perderíamos el prólogo del evangelio de Juan. Y no hay que dejarlo
pasar de largo.
Prólogos
Ya se sabe que habitualmente los prólogos son lo
último que se escribe. Es una costumbre que se refiere al hecho de que, sólo
cuando se ha escrito todo, se logra tener una visión de conjunto para contar sintéticamente
al lector lo que va a leer a continuación. Así le ha pasado a Juan.
Pero, seamos honestos, se le ha ido la mano. Porque
lo que hemos leído es un vuelo de águila. Una pieza de tal profundidad y
complejidad que nos deja perplejos, como si alguien, muchos siglos después, tras
extenuantes reflexiones y disputas teológicas, concilios y desencuentros de
alto voltaje, herejías y condenas, persecuciones y partidismos, hubiera
destilado una teología de la encarnación.
Sin embargo no es así. Es que Juan simplemente mira los acontecimientos con el alma. Veamos.