Bueno, aquí estamos, y parece que hemos
sobrevivido a la retórica navideña y la melaza pringosa que provoca algo así como
una diabetes anímica, con fiestas sin referencia alguna al misterio que
celebramos del nacimiento del Hijo de Dios, todo muy correcto políticamente,
pero… falto de algo fundamental.
Y espero hayan sobrevivido también tantas personas
que viven la Navidad como el peor día del año y que anhelan el día de Reyes
como una liberación, porque así se acaban una fiestas que no soportan.
Antes de encontrarnos con los Magos que buscan
respuestas a sus propias preguntas y a sus curiosidades, nos viene este extraño
segundo domingo del tiempo de Navidad que, sin embargo, nos invita a volar alto.
Sé bien que en estas dos semanas hemos sido invitados a celebrar un montón de
fiestas y que quizás este no estamos para muchos trotes, pero sería una pena,
porque nos perderíamos el prólogo del evangelio de Juan. Y no hay que dejarlo
pasar de largo.
Prólogos
Ya se sabe que habitualmente los prólogos son lo
último que se escribe. Es una costumbre que se refiere al hecho de que, sólo
cuando se ha escrito todo, se logra tener una visión de conjunto para contar sintéticamente
al lector lo que va a leer a continuación. Así le ha pasado a Juan.
Pero, seamos honestos, se le ha ido la mano. Porque
lo que hemos leído es un vuelo de águila. Una pieza de tal profundidad y
complejidad que nos deja perplejos, como si alguien, muchos siglos después, tras
extenuantes reflexiones y disputas teológicas, concilios y desencuentros de
alto voltaje, herejías y condenas, persecuciones y partidismos, hubiera
destilado una teología de la encarnación.
Sin embargo no es así. Es que Juan simplemente mira los acontecimientos con el alma. Veamos.
La Palabra
Dios es y existe desde siempre. Y su Palabra ha
creado y sigue creando. Si nuestras pobres palabras crean complicidad, amistad,
seducción, ofensa, dolor, suplicio. Figuraros las de Dios. Palabra que, en el
principio, deshizo el caos. Palabra que se hizo carne en Cristo, que no es sólo
una buena persona, un hombre espiritual, un pobre hombre que ha sufrido todo,
sino que es la Palabra que Dios dirige a nosotros, a toda la humanidad.
Dios estaba cansado de no ser entendido y aprendió
nuestra lengua en Cristo.
Esto es terrible, porque, en lugar de escuchar y
acoger a quien nos habla en nuestra propia lengua, hemos preferido taparnos los
oídos. Preferimos un Dios que hable un lenguaje incomprensible y abstruso, perdido
entre las nubes: un Dios al que reverenciar y temer, y no al que acoger de
corazón. Con un Dios así no sabemos qué hacer.
Pero, gracias a Dios, para que alimentamos nuestra
fe en torno a la espiritualidad ignaciana el nombre de Jesús tiene una fuerza
extraordinaria y el Papa Francisco, desde su propia espiritualidad ignaciana
como jesuita, nos recuerda la necesidad de que los seguidores de Jesús tengamos
la misma sensibilidad de Cristo, la Palabra encarnada.
Esto significa pensar como Él, querer como Él, ver
como Él, caminar como Él. Significa hacer lo que Él hizo con los mismos
sentimientos de su corazón. Él, que era de condición divina, no consideró esta
igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se
anonadó a sí mismo, haciéndose hombre y tomando la condición de servidor.
Los que seguimos a Jesús deberíamos estar
dispuestos a vaciarnos de nosotros mismos y rellenarnos de sus sentimientos,
teniéndole a Él como centro de la vida y de la historia.
Es sin duda un desafío laborioso, pero los que
hemos sido llamados por Dios al seguimiento de Jesús, aceptamos con confianza
que el Señor, que nos ha llamado a la fe y a su servicio, y ha comenzado en
nosotros su buena obra, Él mismo nos dará la fuerza para cumplirla para la
mayor gloria de su nombre.
Lo mal que quedamos con el Señor
No hay mucho que celebrar en Navidad y sí mucho de
lo que convertirnos y arrepentirnos. La humanidad no ha otorgado una gran
acogida a la primera llegada de Dios al mundo. Hay poco que celebrar. Es como
si montásemos una fiesta con retraso, porque mirándolo bien, la Navidad es como
un drama: Dios viene al hombre y el hombre no está. La Palabra nos habla y
nosotros no la escuchamos.
La reflexión de Juan parece sombría; habla de un
fracaso que, sin embargo no derrota a Dios, ni lo deprime. Es la batalla entre
la luz y las tinieblas.
La luz resplandece en las tinieblas y las
tinieblas no la han vencido, escribe Juan. ¡Qué bonita historia! En ella se subraya
no el rechazo de las tinieblas sino la obstinación y la fuerza de la luz, más
potente que la oscuridad.
Dios insiste y no se da por vencido, Dios sobrepasa
la situación, alza el tiro, ofrece una solución entregándose a sí mismo de
forma humana, hoy y siempre. ¡Bonita, estupenda historia de salvación y vida la
nuestra con él Señor!
Cualquiera de nosotros, si fuéramos Dios ya nos
habríamos aburrido de una buena porción de la humanidad, en serio. Y en cambio
no es así, Dios insiste, Dios no cede y Dios vence.
- A los que están en las tinieblas de la depresión,
la Palabra dice que las tinieblas no vencen.
- A los que están agobiados por la fatiga del
trabajo, del apostolado o de la soledad, la Palabra dice que las tinieblas no
vencen.
- A los que tratan de llevar un mínimo de lógica
evangélica en la vida de trabajo y social, pasando por tontos, la Palabra dice
que las tinieblas no vencen.
- A los que luchan por la paz y la dignidad humana
en los vertederos del mundo olvidados por todos, la Palabra dice que las
tinieblas no vencen.
A los acogen la luz Dios les da el poder de llegar
a ser hijos de Dios, escribe Juan. Yo soy hijo de Dios, nosotros somos hijos de
Dios: no nos importa ser otra cosa más que eso. Ni premio Nobel ni gran
estrella. Siendo hijo de Dios ya soy todo lo que podría desear.
Navidad es la toma de conciencia de mi dignidad
humana, del hecho que Dios se me manifieste muy cercano, como uno más de
nosotros, y eso es verdaderamente espléndido.
La Palabra viene a nosotros y a nuestra propia
casa. Acojámosla porque nos va la vida en ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.