El Señor ha resucitado. Los discípulos lo han visto, lo han encontrado y abrazado; han llorado y reído; están asombrados, perplejos, turbados. Saben que hace falta tiempo para creer. También lo sabemos nosotros.
Pedro
y Juan que corren al sepulcro; María Magdalena que no se separa de su dolor; Tomás
y su desgarrador sufrimiento ante la duda; los discípulos de Emaús y su
esperanza decepcionada. Convertirse al resucitado no es un asunto que se
solventa en un par de minutos, no es un recorrido para personas débiles, sino para
hombres y mujeres fuertes y tenaces.
El
Señor alcanza a los discípulos allí dónde están, en las condiciones en que se
encuentran.
Los
alcanza y los ayuda a superar cada miedo, cada sufrimiento.
Los
alcanza porque los quiere, porque quiere para ellos la plena salvación, porque
los ayuda a descubrir a Dios y a descubrirse a ellos mismos creyentes.
Lo
hace porque su vida, nuestra vida, es preciosa ante sus ojos. Lo hace porque
sabe a dónde llevarlos, a dónde llevarnos.
Preciosos
¿Para
quién soy yo realmente importante? ¿Para quién soy yo verdaderamente precioso?
Instintivamente buscamos a alguien que esté dispuesto a acogernos, a valorarnos,
a querernos profundamente más allá de nuestra inevitable pobreza y limitación.
El
mundo a nuestro alrededor es desalentador. Las personas son sólo un número, un
consumidor o un problema social. Sólo cuentan para los que producen o consumen y,
por eso, muchos luchan para salir del anonimato, cueste lo que cueste. Vivimos
en una sociedad llena de llamadas confusas que nos seducen para competir y
rivalizar, para tener y aparentar. Llamadas que son felicidades incapaces de
llenar el corazón humano.
Corremos
detrás de un sueño, como quien corre tras un cuento de hadas, como si se
tratara de una bonita fábula. Pero la vida también está hecha de personas que eligen
la parte oscura, y la fábula se convierte en un sueño de muerte, como sucede
con tantos terroristas o capos de todo tipo, con traficantes y delincuentes.
Los ladrones y bandidos de los que nos habla el evangelio de hoy, que se cuelan
por tantas falsas puertas de nuestra vida.
Bueno,
pues en medio de este desastre, la Iglesia proclama con toda convicción, a
pesar de las contradicciones de nuestro tiempo, que cada persona, sea quien
sea, es hija de Dios y es preciosa a sus ojos.
El buen Pastor
Ésta
es la buena noticia desconcertante. Ésta es la inesperada revelación: yo soy
realmente importante para Dios. Tal vez no lo seré para otras personas, tal vez
no lo seré para la sociedad, pero sí lo soy para Dios, porque sólo él me quiere
gratuitamente, sin ninguna otra razón. “Te quiero porque quiere quererte el
corazón, no encuentro otra razón”, como cantaba aquel grupo “Mocedades”: así
podría definirse el amor de Dios.
El Señor no es como los otros que nos quieren casi siempre para sacar algún provecho, como si fueran mercenarios. El Señor nos ama libremente y amándonos nos hace a nosotros capaces de amar. Nos ama gratis, porque sí.