Seguimos
hoy con la catequesis de Lucas de la semana pasada, que nos abocaba a empeñarnos en las cosas de
Dios con el mismo interés que ponemos en las cosas de la tierra y, particularmente en la
gestión del dinero.
Cuando Jesús gritó “no
podéis servir a Dios y al dinero”, algunos fariseos que le estaban oyendo y
eran amigos del dinero “se reían de él”. Pero Jesús no se arredra, sino que les
afea su aparente honradez -porque “esa altanería repugna a Dios”- y les suelta a
continuación la parábola desgarradora que hemos escuchado, para que los que
viven esclavos de la riqueza abran los ojos. Es una digna conclusión del
mensaje del pasado domingo.
La
historia de Lázaro y el rico Epulón (que no es un nombre propio, sino un apodo
que pudiéramos traducir por “marchoso y comilón”). Es una historia que bien podría
describir la estridente contradicción de nuestro mundo actual, que obliga a la
muerte por hambre de centenares de millares de personas, mientras para muchos -
¡qué ironía- la preocupación es perder
peso...
Nombres
Dios
conoce al pobre Lázaro por el nombre. En Israel el nombre es la manifestación
de la intimidad: Dios conoce el sufrimiento de este mendigo. Sin embargo, el
rico marchoso y comilón no tiene nombre propio.
Epulón no es descrito cómo una persona particularmente malvada, sino simplemente
demasiado absorbida por sus cosas como para darse cuenta del pobre que muere
delante de su casa por su causa.
Dios
no conoce al rico Epulón, él se basta a sí mismo, no necesita Dios, aparentemente
no tiene ningún problema religioso, es absolutamente indiferente a lo que pasa
a su alrededor y se mantiene debidamente alejado de su interioridad.
El
meollo de la parábola no es la venganza de Dios que pone en su sitio la
situación entre el rico y el pobre, como a nosotros nos gustaría pensar, en un
tipo de pena del talión. El sentido de
la parábola, la palabra clave para entender de qué hablamos, es: abismo.
Abismos
Hay
un abismo entre el rico y Lázaro, hay entre ellos un barranco
irrecuperable.
La
vida del rico, no es condenada por ser rico, sino por indiferente, y queda
sintetizada en esa terrible imagen: su vida es un abismo. Probablemente sea un buen practicante, pero no
se da cuenta del pobre que muere a su puerta.
Ese
abismo intransitable está en su corazón, en sus falsas certezas, en su
presunción, en sus pequeñas e inútiles preocupaciones. Es la actitud de “omisión":
una actitud que describe el corazón que se conforma con quedar estancado, ni
para un lado ni para otro, sin atravesar el abismo para ir a ayudar al
hermano.
Abismo de quien se cree ser suficientemente bueno, devoto y normal respecto de un mundo exterior malvado y corrompido. Abismo de quien piensa que no es mejor, pero ciertamente no peor que los muchos delincuentes que se ven por ahí.