Primera Lectura: Ex 16,2-4.12-15
Salmo Responsorial: Salmo77
Segunda Lectura: Ef 4,17.20-24
Evangelio: Jn 6, 24-35
Jesús está aturdido, turbado. Lo que debería haber sido el más importante de los milagros: el milagro del compartir, lo que hubiera marcado la diferencia del sueño de Jesús: un pueblo que pone en juego lo poco que tiene para alimentar a todo el mundo, se convirtió, sin embargo, en un estrepitoso fracaso.
Aquella
merienda de un niño, donada generosamente, no animó a la gente a imitarle.
Al
contrario. Con el barriga llena y una ligera sensación de náusea, por haber
comido hasta saciarse, la multitud se da cuenta de lo que acababa de suceder.
Pero no reflexiona sobre el significado del llamativo gesto de Jesús. El
murmullo crece, todos están aturdidos, estremecidos, algunos se levantan, otros
señalan a Jesús, y se acercan a él para coronarlo rey.
¿Quién
no votaría a un gobierno que, en lugar de imponer impuestos, regalara dinero?
La huida
Ante
esto, Jesús huye. Huye de nuestras mezquindades, no se deja encontrar,
desaparece cuando lo manipulamos, cuando lo utilizamos, cuando le tiramos de la
chaqueta para conseguir algo.
La
multitud lo alcanza, asombrada por la actitud del Señor. ¿No será que se está
haciendo de rogar, antes de aceptar el título de rey?
Jesús
se dirige a la multitud, expresando un juicio tan cortante como verdadero: no
me buscáis ni por mí ni por mis palabras, sino porque tenéis la barriga llena.
Cierto,
muy cierto. A menudo buscamos a Dios con la esperanza de que resuelva nuestros
problemas, pero sin poner nada de nuestra parte en juego. Jesús es tajante:
Dios no siempre acaricia, a veces la forma de expresar su amor es un servicio a
la verdad, cortante e inesperado.
Jesús no se queda en la decepción y les replica: buscad el verdadero pan, el que satisface. Hay, por lo tanto, un pan que satisface y otro que nos sigue dejando con hambre.