Primera
Lectura: Gen 3, 9-15.20
Salmo
Responsorial: Salmo 97
Segunda
Lectura: De Adviento (Rom 15, 4-9)
Evangelio:
Lc 1, 26-38
Hay dos personajes principales en el Adviento,
María y Juan, que nos enseñan la actitud correcta para esperar.
La Navidad llega rápidamente y corremos el riesgo
de no prepararnos de verdad, de no abrir el corazón para dar la bienvenida al
Mesías que viene. Es un riesgo real y siempre presente, aún más evidente en estos
tiempos de profunda crisis en la que la esperanza parece extinguirse día a día.
Por eso, debemos mirar más allá de lo concreto,
levantar la mirada, atrevernos a creer, encontrar nuestra verdadera dimensión
en el alma. La confianza es el único gesto que nos ayuda a permanecer anclados
en la vida, a no huir.
Necesitamos urgentemente personas que se
conviertan en signos, que sean profecías vivientes. Como María, como Isaías,
como Pablo, como Juan, el loco de Dios.
Espera
Nos preparamos a la Navidad para ser acogidos, no abandonados.
Cogidos por la noticia desconcertante de un Dios
que se convierte en hombre, de un Dios que arriesga todo convirtiéndose en un
niño frágil e indefenso.
Hombres y mujeres nos anuncian la venida de Cristo
en gloria, y a nosotros nos toca darle la bienvenida en la historia personal de
cada uno.
Isaías, profeta inmenso, sueña con un mundo en el que
el Mesías trae la armonía que hemos perdido por el camino. Pablo, al final de
su carrera apostólica, escribe a los cristianos de Roma invitándoles a mantener
viva la esperanza, comenzando por el consuelo que proviene de escuchar las
Escrituras, escritas especialmente para nosotros.
Es cierto que la gran historia está por encima, y
más allá, de nuestra capacidad de comprensión. Pero en nuestro camino hacia la total
plenitud, la Palabra y la Profecía nos ayudan a mantener la esperanza,
esperando la venida del Señor de la gloria.
La bella
María y el rudo Juan
La bella María, la niña adolescente de Nazaret nos
enseña a permanecer día a día en la fe. María nos sugiere que estemos listos,
porque Dios viene cuando menos lo esperas, aunque sea en el escondite de un agujero
de un país como Nazaret, desconocido, a las afueras del Imperio.
Dios elige a Nazaret, pero nosotros huimos del
Nazaret en el que vivimos. Al elegir a Nazaret como un lugar desde el que comienza
la salvación del mundo, Dios está revocando la tabla de nuestras certezas y redefine
la lógica del mundo. En la lógica de Dios, el totalmente Otro, es precisamente
desde Nazaret donde comienza la historia. La mía también.
Y para nacer en nosotros, Cristo pide acogida,
disponibilidad y un corazón transparente como el suyo. Un corazón que sepa cómo
reconocer a los ángeles y a tantos anuncios que recibimos cada día. Así, María
se convierte en la “ianua coeli”, la
puerta del cielo que permite a Dios entrar en la historia. Si lo hacemos así,
si, como ella, abrimos nuestro corazón, también nosotros nos convertiremos en
un instrumento en las manos del Dios que busca al hombre.
Y el rudo Juan nos remueve con palabras que
abofetean, en vez de acariciar.
El Bautista, con su vida, proclama la primacía de
Dios en la Historia, llama a todos a salir de una visión estereotipada e
inmovilista de la fe para poder encontrar lo inaudito de Dios.
Las personas notables y devotas, como los fariseos,
son severamente criticadas porque su gran fe es arruinada por un ritualismo y un
moralismo exasperado. Juan los sacude: no es suficiente hacer gestos audaces, cómo
recibir el bautismo para convertirse, hay que cambiar la mirada, la
perspectiva, el pensamiento y los hábitos. Es una seria advertencia dirigida a
aquellos que ya son discípulos, entre los que nos encontramos nosotros. Estamos
llamados a preguntarnos continuamente sobre el riesgo de una fe rutinaria, ya
resabida y resabiada, por habitual.
Hasta la devoción más auténtica corre el riesgo de
acabar en una pura exterioridad, vaciando la fe de lo más importante, que es el
encuentro con Dios.