La
Cuaresma es un tiempo para renacer a la vida: igual que Jesús tuvo que
enfrentarse con las fieras del desierto y con sus fantasmas para decidir qué
tipo de Mesías quería ser, también nosotros, en estos cuarenta días, estamos
invitados a preguntarnos qué tipo de personas hemos llegado a ser y cómo
quisiéramos vivir. En este tiempo permitimos que aflore nuestra alma;
parándonos un poco permitimos que nuestro “interior” se apropie de nuestra
vida.
Mediante
la oración diaria, el ayuno, la atención a los pobres, podemos preparar en
serio nuestra conversión a la alegría, podemos prepararnos a la Pascua de la Resurrección.
Desiertos
También
Abrahán entra en un desierto, pero con una orden incomprensible de parte del
Dios que lo ha llamado y que le ha prometido una descendencia infinita. Dios le
pide que sacrifique al hijo de la promesa.
Es
ésta una página terrible, absurda, una locura. Kieerkegard, filósofo del siglo
XIX, ve en este drama el gesto absoluto de la fe total, y por eso Abrahán se
convierte en el padre fundador de todos los creyentes.
Hay
momentos y situaciones incomprensibles, insanables, absurdas en nuestra vida,
en las que el dolor, tan desgarrador como es perder a un hijo, parece que
prevalecen. Es entonces cuando, aunque estemos sobre el monte Moria como
Abrahán con el cuchillo tendido, aunque Dios nos parezca insensato y cruel,
tenemos que buscar el ánimo de mirar hacia la belleza del monte Tabor.
Colinas
Hoy, prácticamente al principio de la Cuaresma, nos fijamos en el Tabor. Comenzamos la purificación de nuestros corazones mirando a esta pequeña colina cercana a Nazareth, de una belleza salvaje, que posee una fuerza misteriosa. Jesús lleva consigo a sus amigos más íntimos a dar un bonito paseo. Y allí, sobre el monte golpeado por el viento, sucede lo inesperado. Jesús ha querido llevar consigo a los suyos para que vean su verdadero rostro.