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sábado, 12 de julio de 2025

DOMINGO 15º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Dt 30, 10-14
Salmo Responsorial: Salmo 68
Segunda Lectura: Col 1, 15-20
Evangelio: Lc 10, 25-37


“La ley de Dios está escrita en el corazón humano”

Este es el descubrimiento que realizó un pueblo de nómadas, marcado por la huida de la esclavitud y guiado por un libertador que él mismo había sido liberado. Moisés, un hebreo criado en la corte del Faraón, encontró en el desierto que el verdadero Dios no se parecía en nada a las divinidades del poder, ni a los ídolos servidos por los sacerdotes del imperio.

El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que se reveló a Moisés, que comunicó su Nombre al pueblo: Yahvéh, “Yo soy”. No es un dios fabricado, ni moldeado a medida. Es el que es. El que siempre está con nosotros.

Y cuando el pueblo descubrió al Dios verdadero, se le abrió también el verdadero rostro del ser humano.

Dios es y habla al corazón. Su ley está inscrita en lo más profundo de cada persona. Pero ese corazón, tantas veces, lo tenemos abandonado. Apenas nos detenemos a escucharlo. Nos cuesta recogernos, entrar dentro, habitar el propio interior.

Las “piruetas” del doctor de la Ley

En el evangelio que hemos escuchado, aparece uno de esos sabios doctores de la Ley. Un teólogo de la época que lanza a Jesús una pregunta típica de los debates morales y religiosos del tiempo.

Entre los 613 preceptos que había elaborado la tradición judía a partir del Decálogo, ¿cuál era el más importante? La pregunta no era retórica: buscaba lo esencial, discernir lo que es central de lo accesorio. Era un ejercicio habitual entre los rabinos. Pero, los cristianos hemos perdido mucho de este arte de buscar lo esencial. A veces por pereza mental, otras por una superficialidad que se va colando por todas partes.

Jesús sabe que el doctor no pregunta por ignorancia. Conoce la Ley. Su planteamiento es teológicamente correcto: habla de heredar la vida eterna, lo que implica que la salvación es un don, no un mérito.

Pero Jesús también percibe que esa fe del doctor es puramente intelectual. Por eso le responde con respeto, e incluso con cierta ironía, invitándolo a exponer su saber: “¿Qué está escrito en la Ley?”

La respuesta del doctor es impecable. Cita la Escritura con precisión. Resume el consenso rabínico: amar a Dios y amar al prójimo. Así de sencillo. Así de grande.

Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la fuerza, con toda la mente… Amar con todo, desde todo, porque antes hemos sido amados. Y desde ese amor recibido, poder amar también al otro como Dios nos ama. Porque ese amor transforma incluso al adversario en hermano.

sábado, 5 de julio de 2025

DOMINGO 14º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Is 66, 10-14
Salmo Responsorial: Salmo 65
Segunda Lectura: Gal 6, 14-18
Evangelio: Lc 10, 1-12.17-20


Setenta y dos discípulos

El pueblo de Israel creía que el mundo estaba compuesto por setenta y dos naciones. Por eso, cada año, en el templo de Jerusalén, se ofrecían setenta bueyes en sacrificio por la conversión de los pueblos paganos.

Hoy, el Evangelio nos habla precisamente de setenta y dos discípulos. Con esto, Lucas está diciendo algo muy claro a las comunidades de origen pagano: que también a ellas, y no sólo a los Doce, se les ha confiado el anuncio del Reino.

Estos discípulos son enviados de dos en dos. No se trata de mostrar las dotes de un posible iluminado, sino de anunciar que la comunión es posible. No van en nombre propio, sino como quienes preparan la llegada del Maestro. No lo sustituyen, no absorben su presencia, sino que se transparentan para que sea Él quien brille.

No somos dueños del Evangelio. Somos servidores de su anuncio.

No hay una casta profesional del anuncio: ni misioneros, ni sacerdotes, ni religiosas tienen la exclusiva. Todo discípulo de Cristo está llamado a anunciarlo, en cada encuentro, a cada persona. Vosotros, también.

Es difícil

Nuestros países, marcados por siglos de tradición cristiana, corren desde hace tiempo el riesgo de dormirse en los cómodos laureles de esa herencia, y confundir una cultura cristiana con una auténtica pertenencia a Cristo. Está bien que ciertos valores del Evangelio sigan presentes en el ambiente, pero eso no significa que el corazón haya encontrado ya a Dios.

¡Qué difícil es anunciar a Cristo a los cristianos! A los católicos que ya se sienten seguros en su fe, como si ya no tuvieran nada que descubrir.

¿Quién va a anunciar el Evangelio a ese 80% de bautizados que no celebran cada domingo la presencia viva del Resucitado?

¿Quién consuela, interpela, alienta y escucha a tantos que “creen creer”?

¿Quién acompaña en el crecimiento de una fe apenas iniciada, frágil, expuesta a los vaivenes de la emoción o incluso rozando la superstición?

Pues… tú. Y yo. Cada uno de nosotros.

Un estilo

He aquí el gran desafío: sacar a Dios del encierro de nuestros templos y llevarlo allí donde Él ha querido estar desde siempre: en medio del pueblo. Quitarle las ropas demasiado estrechas de lo sagrado donde lo hemos recluido, y devolverlo a la humanidad que Él quiso asumir.

Jesús nos marca con claridad el estilo y el modo de anunciar. Es un estilo que estamos llamados a adoptar.

Envía a sus discípulos de dos en dos. No para que conviertan a nadie por sí solos, pues la conversión es obra de Dios. Él es quien toca los corazones. A nosotros nos toca allanar el camino, preparar su llegada.

Somos enviados en pareja porque el anuncio no es una actividad carismática individual, según se me ocurra, sino la expresión de una comunidad que se construye y que, no sin esfuerzo, busca la unidad.

sábado, 28 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO (29 de junio)


Primera lectura: Hch 12,1-11
Salmo Responsorial: Salmo33
Segunda lectura: 2 Tim 4,6-8.17-18
Evangelio: Mt 16, 13-19


Hay aspectos de la Iglesia que resultan difíciles de vivir y comprender, incluso para quienes formamos parte activa de ella y la amamos como el sueño de Dios que es. Sin embargo, hay otros que nos llenan de alegría cada vez que los contemplamos. La fiesta que hoy celebramos es precisamente una de esas sorpresas desbordantes que nos hacen felices y orgullosos de ser cristianos en la Iglesia católica. 

Hoy honramos a los santos Pedro y Pablo. Celebramos su trayectoria, su fe y su lucha. Para redescubrirlos en toda su plenitud, debemos sacarlos de los nichos en los que a veces los encasillamos y atrevernos a verlos como personas normales que tuvieron la gracia de encontrarse con Dios. Por eso se parecen tanto a nosotros. Por eso son tan necesarios. 

Pedro era un pescador de Cafarnaúm, sencillo y tosco, entusiasta e impetuoso, generoso y frágil. Pablo, en cambio, era un intelectual refinado, el perseguidor celoso que se convirtió y ardió en la pasión de su nuevo encuentro con el Señor. ¡Eran completamente distintos! Nada ni nadie habría podido unir a dos personas tan diferentes. Solo Cristo lo hizo posible. 

Pedro: La Roca Frágil

Pedro, el pescador de Cafarnaúm, era un hombre rudo y directo, guiado más por la pasión que por la reflexión. Seguía al Maestro con ardor, ajeno a las sutilezas teológicas. Amaba a Jesús con intensidad, pero su entusiasmo a menudo lo llevaba a actuar de forma impulsiva y fuera de lugar. Acostumbrado al duro trabajo del mar, su rostro estaba marcado por las arrugas y sus manos, agrietadas por las redes y el agua salada. ¿Qué sabía él de profecías o de debates entre rabinos? Era un hombre de sangre caliente, amante de lo concreto, de las redes y los peces. Y sin embargo, Jesús lo eligió precisamente por su terquedad y su temple. 

No fue Juan, el discípulo místico, sino Pedro —el mismo que negaría a Jesús— quien fue escogido para guiar a la comunidad y confirmar en la fe a sus hermanos. Un Pedro desconcertado por este rol que superaba sus capacidades. Su historia es la de una elevación inesperada y brutal: tuvo que ser quebrantado por la cruz de Jesús, enfrentarse a sus límites y llorar su fragilidad para convertirse en el referente de los cristianos.