La ley de Dios está escrita
en el corazón humano.
Éste es el extraordinario descubrimiento hecho por un pueblo de nómadas que huía de la esclavitud. Un pueblo conducido por un libertador liberado, un judío que había crecido en la corte del Faraón y que en el desierto descubrió que Dios estaba allí con ellos y que era inmensamente diferente de las divinidades al uso de los sacerdotes y los poderosos de la tierra en Egipto.
El Dios de los Padres, el Dios de Moisés se reveló al pueblo: su nombre era Yahvéh = “Yo soy”. Dios es; a Dios no se le hace, no se le fabrica; Él es el que es.
Y descubrir el verdadero rostro de Dios desvela el verdadero rostro de las personas, de la humanidad.
Dios es y habla a nuestro corazón. Su ley está escrita en lo profundo de cada uno de nosotros. El problema es que frecuentamos poco nuestro interior, que evitamos acercarnos a nuestro corazón, que nos cuesta mucho interiorizar nuestra vida.
Piruetas
Como le ocurre al erudito doctor de la ley en el evangelio de hoy, que propone a aquel carpintero transformado en rabino una de las típicas cuestiones teológico-morales de la época.
¿Cuál es el primero de los 613 mandamientos de la ley judía? Hasta ese punto habían sido infladas las descarnadas y escuetas diez palabras que Dios entregó a Moisés en el monte del desierto.
Era una pregunta simple y una exigencia real: saber distinguir el centro de la periferia, lo esencial de lo relativo. Era este un trabajo en el que los judíos sobresalen y que, desgraciadamente, los cristianos estamos olvidando a causa de una pereza mental y una desconcertante superficialidad que lo abarca todo.
Jesús sabe que el doctor conoce la ley. Su planteamiento es teológicamente correcto: habla de heredar la vida eterna y sabe bien que eso no es cuestión de méritos.
Pero sabe también que su fe, en cambio, se detiene en el saber. Y le invita, con respeto e ironía, a que haga un alarde de su cultura y su saber… y le pregunta: ¿qué está escrito en la Ley?
La respuesta es exacta, fuerte, esencial, tomada por la Palabra de Dios, la conclusión de un largo debate entre los rabinos de la época.
El primero y segundo mandamiento es: amar.
Ama a Dios todo lo que puedas, explorando la amplitud de tus límites. Ámalo con todo el corazón, pensando en él y emocionándote; ámalo porque tú eres amado por Él. Y después de sentirte amado podrás amar a los otros como Dios te ama, porque el amor de Dios, a través de ti, convierte a los adversarios en hermanos.
¡Muy bien respondido! El doctor de la ley merece un aplauso.
El doctor está encantado. Él sabe, y sabe que sabe y, además, Jesús le confirma su saber. Sabe, pero no ama, sabe, pero no sabe qué hacer con su saber, su saber no sabe a nada; es insípido. Titubea, culebrea y luego replica: ¿a quién debo amar?
Una pregunta sagaz, obviamente. Muchos rabinos contemporáneos de Jesús mantenían que era necesario amar al pobre, al huérfano y a la viuda, los preferidos de Dios. O que era necesario amar a todos… pero sólo a los que pertenecían al pueblo de Israel.
Jesús sonríe y mira a su corazón, allí donde Dios habita. Dios está en él. No está presente y visible, y sin embargo está.
La parábola del samaritano lo descoloca todo
Un hombre es atracado y herido, y el único que se ocupa de él es un extranjero, un extracomunitario diríamos, uno sin papeles y sin derechos. Otros dos bajaban de la capital y frecuentaban el Templo; uno era cura y el otro un cantor o un lector de la Torah. Los dos tenían todos los derechos y hacían el bien. Eran hombres de bien.
Pero, ¿quién sabe lo que es aquel tipo y lo que ha sucedido? ¿Y si fuera el resultado de un arreglo de cuentas entre bandas? ¿Y si tuviera el SIDA? ¿Y si los bandoleros volvieran…?
(En algunos lugares, si se socorre a un herido por arma de fuego, hay que andar con cuidado, porque, si el herido iba a ser ejecutado, es mejor que muera. De lo contrario, puedes recibir una paliza por haber salvado a alguien debía morir. Es lo que sucedió a los dos jesuitas asesinados en México recientemente.)
Todos aquellos paseantes tenían a Dios en el corazón, y sobre todo en los labios, haciendo discursos muy sensatos. Jesús ni los reprocha, ni los condena: son hijos de su tiempo y de su Templo.
Pero un samaritano que baja por casualidad es el que se acerca, el que se hace próximo. Él no iba buscando una persona a la que ayudar; es la vida quien se la pone delante, ante sus pies. El samaritano ve en aquel herido a un hombre, no a un enemigo, ni a uno del otro equipo, ni a un diferente, ni a un emigrante sino a una persona que tiene necesidad. Sobre todo, necesidad de compasión, de sufrir junto a otros, de compartir el dolor.
Un papa venido de los confines del mundo ha llegado a los confines de Europa, para llorar los muchos muertos sin nombre que descansan en el inmenso cementerio que es el Mediterráneo, y en tantos otros sitios, como hijos abortados de una sociedad que erige muros y alambradas defensivas, ilusionándose así con tener fuera de sus fronteras la desesperación mundial de esas aparentemente insignificantes vidas.
En todas sus intervenciones llora a los muertos que nadie llora, y por los que nadie pregunta, que han dejado familias, miserias y guerras a sus espaldas. Por las que encuentran la muerte en las fronteras de Europa y en los mares que la circundan. Les ofrece la compasión que no han recibido y a la que todo ser humano tendría derecho. Y Jesús, por su medio, concluye preguntándonos: ¿tú de quién quieres estar próximo? ¿A quién quieres acercarte?
Socorros y samaritanos
Todos hemos sido apaleados en la vida. La vida puede ser más o menos pesada, o dura,
o dolorosa, pero todos, antes o después, hemos recibido alguna paliza. Los cristianos somos los que hemos sido socorridos por Cristo, el buen samaritano, que ha vertido sobre nuestras llagas el vino del consuelo y el aceite de la esperanza, y que hemos sido llevados a esta posada que es la Iglesia.
La Iglesia, como canta la comunidad de Colosos, sigue al buen samaritano y lo imita, lo considera el Jefe, es decir la cabeza, el principal de todos, y trata de imitarlo.
Ánimo pues, porque somos discípulos del Nazareno y convalecientes de la vida. Si hemos experimentado la ternura del Señor y su consuelo, nos hemos hecho capaces de dar consuelo, de leer la ley a través del corazón, de pasar de la norma (norma-lidad) a la excepción, pasar de la cabeza al corazón. Y así ver en el rostro del hermano nuestro propio rostro, el rostro mismo de Cristo.
La compasión no cambiará la perversa lógica del mundo. Los desgraciados seguirán
muriendo, ahora o después, pero sabrán que hay un Cristo que los quiere, mediante nuestra cercanía samaritana.
Así que, hermanos, llevémonos la pregunta de Jesús: ¿tú de quién quieres estar próximo? ¿A quién quieres acercarte?
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