Setenta y dos discípulos
El pueblo de Israel creía que el mundo estaba compuesto por setenta y dos naciones. Por eso, cada año, en el templo de Jerusalén, se ofrecían setenta bueyes en sacrificio por la conversión de los pueblos paganos.
Hoy, el Evangelio nos habla precisamente de setenta y dos discípulos. Con esto, Lucas está diciendo algo muy claro a las comunidades de origen pagano: que también a ellas, y no sólo a los Doce, se les ha confiado el anuncio del Reino.
Estos discípulos son enviados de dos en dos. No se trata de mostrar las dotes de un posible iluminado, sino de anunciar que la comunión es posible. No van en nombre propio, sino como quienes preparan la llegada del Maestro. No lo sustituyen, no absorben su presencia, sino que se transparentan para que sea Él quien brille.
No somos dueños del Evangelio. Somos servidores de su anuncio.
No hay una casta profesional del anuncio: ni misioneros, ni sacerdotes, ni religiosas tienen la exclusiva. Todo discípulo de Cristo está llamado a anunciarlo, en cada encuentro, a cada persona. Vosotros, también.
Es difícil
Nuestros países, marcados por siglos de tradición cristiana, corren desde hace tiempo el riesgo de dormirse en los cómodos laureles de esa herencia, y confundir una cultura cristiana con una auténtica pertenencia a Cristo. Está bien que ciertos valores del Evangelio sigan presentes en el ambiente, pero eso no significa que el corazón haya encontrado ya a Dios.
¡Qué difícil es anunciar a Cristo a los cristianos! A los católicos que ya se sienten seguros en su fe, como si ya no tuvieran nada que descubrir.
¿Quién va a anunciar el Evangelio a ese 80% de bautizados que no celebran cada domingo la presencia viva del Resucitado?
¿Quién consuela, interpela, alienta y escucha a tantos que “creen creer”?
¿Quién acompaña en el crecimiento de una fe apenas iniciada, frágil, expuesta a los vaivenes de la emoción o incluso rozando la superstición?
Pues… tú. Y yo. Cada uno de nosotros.
Un estilo
He aquí el gran desafío: sacar a Dios del encierro de nuestros templos y llevarlo allí donde Él ha querido estar desde siempre: en medio del pueblo. Quitarle las ropas demasiado estrechas de lo sagrado donde lo hemos recluido, y devolverlo a la humanidad que Él quiso asumir.
Jesús nos marca con claridad el estilo y el modo de anunciar. Es un estilo que estamos llamados a adoptar.
Envía a sus discípulos de dos en dos. No para que conviertan a nadie por sí solos, pues la conversión es obra de Dios. Él es quien toca los corazones. A nosotros nos toca allanar el camino, preparar su llegada.
Somos enviados en pareja porque el anuncio no es una actividad carismática individual, según se me ocurra, sino la expresión de una comunidad que se construye y que, no sin esfuerzo, busca la unidad.
El Señor nos pide oración. No para convencer a Dios de que envíe trabajadores –eso ya lo desea Él con más fuerza que nosotros–, sino para que nosotros, sus discípulos, nos convirtamos de verdad en evangelizadores.
La oración hace fecundo el anuncio. ¿Y si nos hiciéramos guerrilleros silenciosos del bien, sembrando bendiciones y oraciones ocultas en nuestros lugares de vida y trabajo?
¿Y si en lugar de juzgar, encomendáramos las personas al Señor?
El Señor también nos pide que vayamos sin demasiados medios, sin apegarnos a ellos, usándolos como simples instrumentos y yendo siempre a lo esencial. Sabemos que no faltarán obstáculos ni resistencias, pero tenemos algo esencial: el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones.
Nos pide ser portadores de paz, personas que saben dialogar, que no imponen. Nadie lleva a Dios desde la soberbia. La arrogancia en el anuncio nos aleja irremediablemente de Dios.
Y nos pide permanecer, vivir, compartir con autenticidad.
No somos distintos del resto. Las luchas, inquietudes, dudas, alegrías y esperanzas de cada ser humano son también las nuestras. No estamos aparte, estamos entrelazados con todos.
¡Alegraos!
Sí, es exigente, incluso a veces puede parecer duro o frustrante. Pablo lo sabía. A pesar de haber llevado el nombre de Cristo a toda la cuenca del Mediterráneo, él mismo sentía las limitaciones de su fuerte carácter.
Pero como Isaías, estamos llamados a alentar a los desterrados, a los que regresan de su “Babilonia”, a soñar en grande, a construir el sueño de Dios: la Iglesia. Y hacerlo con paciencia, aun cuando los frutos tarden en llegar. Estamos en tiempos de profecía.
Y es justamente así como se experimenta la alegría profunda del anuncio: la alegría de ver que Dios se sirve de nuestras palabras, a veces tan torpes, para tocar un corazón. Que la Palabra se encarna en nuestras frases balbuceantes.
¡Qué gozo da cuando descubrimos que otros comparten nuestra misma fe!
Queridos hermanos, salgamos de la rutina, superemos los miedos, dejemos de medir los resultados como si esto fuera un negocio de cosas sagradas. Alegrémonos, amigos, porque nuestros nombres están escritos en el cielo, porque Dios habita ya en nuestros corazones y, además, nos confía su Reino.
Él ha puesto en nosotros su confianza. ¿Hemos puesto nosotros la nuestra en Él?
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