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sábado, 23 de julio de 2022

DOMINGO 17º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera Lectura: Gen 18, 20-32
Salmo Resposorial: Salmo 137
Segunda Lectura: Col 2, 12-14
Evangelio: Lc 11, 1-13

Cómo María de Betania podemos hacer la experiencia espléndida de sentarnos y ponernos a escuchar al Maestro que nos habla. El corazón, entonces, descubre por sí mismo nueva dimensión, hasta entonces desconocida, un recorrido que, sorprendentemente, lo pone en contacto con Dios.

No se trata de “escuchar voces” o de autosugestiones, sino únicamente del descubrimiento de un océano por el que estamos paseando sin saberlo.

La dimensión de la interioridad, del silencio, del descubrimiento de Dios pasa por la experiencia de la oración, una de las experiencias más universales de la humanidad.

Pero, desgraciadamente, el corazón humano tiende a poseer, a manipular, a esquematizar y, la espléndida experiencia de la oración está también amenazada de ser menospreciada y desteñida, como un reducto de aburrida repetición, como un deber que hay que cumplir, o como un recurso extremo en caso de dificultad. “Acordarse de santa Bárbara cuando truena”.

La Palabra de Dios de hoy nos ayuda a entender lo que es la oración según Dios.

La oración es amistad

La página del Génesis, que hemos escuchado, es una obra maestra que nos desvela el rostro de Dios: Sodoma y Gomorra son dos ciudades violentas y depravadas, y Dios decide destruirlas, entregándolas a su propia suerte. Dios está dudoso y, ya que su relación de amistad con Abraham se ha consolidado, decide hablarle de su proyecto. A Abraham le da un vuelco el corazón: en Sodoma vive su sobrino Lot, y busca conseguir un costoso acuerdo don Dios. Al fin vence Abraham: si Dios encontrase en Sodoma sólo cinco justos, toda la ciudad sería salvada, la ciudad entera. Pero Sodoma será destruida porque no se llegaron a encontrar ni cinco justos siquiera.

La oración es un coloquio íntimo con Dios, un intercambio de opiniones, un acuerdo mutuo. No es una lista de la compra, ni un intento de corromper al Señor en beneficio propio, ni una letanía mágica.

Muchas veces, entendemos la oración como una serie de fórmulas de la buena suerte, pero la oración está hecha ante todo de escucha: la escucha de Dios, y de intercesión: interceder por el mundo, no por mis necesidades.

La oración es confianza

Jesús nos muestra el rostro del Padre: es a él a quien dirigimos la oración. No a un déspota caprichoso, ni a un poderoso al que hay que convencer. San Pablo nos dice que nos hemos convertido en hijos de Dios y que Él nos trata como lo hace con Jesús, su hijo bienamado. Un buen Padre sabe lo que necesita su hijo y no lo deja padecer. Mucho de nuestras oraciones son desoídas porque se equivocan en la dirección del destinatario: no van dirigida a un padre sino a un padrastro, o a un tutor antipático al que tenemos pedir algo que, en realidad, pensamos que se nos debe.

La espléndida y única oración que Jesús nos ha dejado, debería ser la oración que estuviera siempre presente en nuestros labios, para beneficiarnos de ella: una oración llena de sentido común y de concreción; de cariño y de alegría; de confianza y de realismo, que nos permite resituar lo que ha de ser el centro de nuestra vida diaria.

La oración es constante

Como a la viuda de la parábola (Lc 18), el Señor nos invita a insistir. Jesús no entra en las razones de la petición: tal vez la cuestión sustentada por la viuda fuese una pelea entre vecinos y el juez tendría otras cosas de las que ocuparse. Sin embargo, al final, cede. Jesús está seguro de lo que dice: si pedimos recibiremos, si nos encomendamos al Señor seremos acogidos en un cálido abrazo del Padre.

Pero, ¿de verdad es a un Padre al que nos dirigimos con confianza y constancia?

Muchos, leyendo esta página evangélica, sonreirán: yo he rezado mucho en mi vida y jamás he sido atendido. ¿Por qué?

Ya san Agustín se hizo esta pregunta y la contestó admirablemente: no somos atendidos porque pedimos mal, sin la insistencia del amigo inoportuno, o porque lo que pedimos no es nuestro auténtico bien; porque si Dios tarda en atendernos es para dejar tiempo a que nos vayamos identificando con su voluntad. Y así crecerá en nosotros el deseo de lo que pedimos. Jesús nos enseña a rezar diciendo “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”

Si oramos insistentemente, no cambiamos la voluntad de Dios a nuestro favor, sino que nos cambiamos a nosotros mismos para que nuestra voluntad sea la de Dios. Si miramos hacia atrás con esta perspectiva, veremos los problemas que nos atenazaban bajo una luz completamente diferente.

Así pues, sería mejor decir: en mi oración nunca he conseguido lo que pedía… pero siempre conseguí lo que deseaba. Y es que, con palabras de Pedro Casaldáliga: la oración es la respiración de la esperanza.

¿Por qué no?

¿Por qué no aprendemos a orar bien? Nunca es tarde.

La oración, ante todo, necesita que la persona orante sea tal como es, devota o atea, santa o pecadora. Pero siempre ha de ser un “tú” dialogante y verdadero, no algo fingido, ni de fachada. Porque el Señor que te sondea y te conoce, te ama tal como eres y quiere entrar en comunicación contigo.

La oración necesita tiempo: cinco minutos, para empezar; un tiempo en el que no estés aturdido o distraído, apagando el móvil y aislándote. La oración necesita un lugar: tu habitación, el autobús, un alto en el trabajo, un momento de paseo. La oración necesita una palabra que escuchar: mejor si es el Evangelio del día, para leerlo con calma y saborearlo. La oración necesita una palabra que decir: las personas con que me encuentro, las cosas que me angustian, un “gracias” dirigido a Dios por los acontecimientos de la vida. La oración necesita una palabra que vivir: ¿qué es lo que cambia al retomar la actividad cotidiana, después de orar?

Amigos, que venga sobre nosotros el Espíritu prometido por el Señor, el Espíritu que nos permite ver con una mirada diferente incluso las cosas que nos parecen indispensables para nuestra felicidad. El Espíritu que nos hace entender, por fin, que no es tan importante solucionar lo que creemos que es un obstáculo insuperable, y quizás al final descubramos que aquello ni siquiera era un obstáculo.

Porque, en la oración, descubriremos que nada puede impedirnos decir con verdad y confiadamente: tú, Señor, eres el Padre Nuestro.

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