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sábado, 26 de noviembre de 2022

DOMINGO 1º DE ADVIENTO (Ciclo A)


Primera lectura: Is 2, 1-5
Salmo responsorial: Salmo 121
Segunda lectura: Rom 13, 11-14
Evangelio: Mt 24, 37-44



Vuelve el Adviento, comienza el nuevo año litúrgico, el camino para prepararse y esperar la Navidad, para convertir el corazón a la buena noticia de un Dios que viene a comprometerse con nosotros. Eso significa que estaremos dentro de un mes nuevamente a la mesa abriendo regalos y dándonos felicidades. Al menos quien tenga alguien con quien sentarse y cuatro cuartos para comprar un regalo.

Si miramos alrededor, nos vemos desorientados, como quién, después de una larga noche de batalla, ve el resplandor de la aurora en el oriente. Estamos demasiado cansados para alegrarnos. Hay demasiadas heridas para curar. Demasiada hemorragia de esperanza como para tomar en serio las invitaciones a la alegría, tan poco convencidas, que empezamos a ver en televisión. Llega la Navidad y nosotros aquí en pleno campo de batalla política y social en tantas partes del mundo.

El Adviento es el único instrumento posible que tenemos para resistir y sobrevivir a ese otro nacimiento consumista y comercial. Necesitamos pararnos, al menos algún minuto, y mirar adónde estamos yendo, necesitamos encontrar una cuerda en la que colgar, como en una colada, todas nuestras vicisitudes. Hoy empieza el Adviento y, sinceramente, lo necesitamos.

Anhelos

Son cuatro las semanas que nos preparan para la Navidad, un espacio de salvación que se nos da para tomar conciencia de nuestra vida. Un mes para preparar una cuna a Dios, aunque sea en un establo. No estamos aquí para hacer un simulacro del nacimiento de Jesús, porque él ya ha nacido en la historia y volverá después en gloria. Ahora se trata de que Jesús nazca en mí, aquí y ahora. Ya.

En medio de la crisis de un mundo en descomposición, en medio de la guerra, en medio de los miles de líos que tenemos que afrontar cada día, arrancando con uñas y dientes un tiempo para vivir con seriedad desde lo hondo de nosotros mismos.

Como cristianos hemos de cuidar cada vez más que nuestro modo de vivir la esperanza no nos lleve a la indiferencia o al olvido de los pobres. No podemos aislarnos en la religión para no oír el clamor de los que mueren diariamente de hambre, o en la fosa común del Mediterráneo huyendo de la violencia y de la tragedia humana de sus países. No nos está permitido alimentar nuestra ilusión de devota inocencia para defender nuestra tranquilidad de conciencia. Cuando el Papa Francisco reclama “una Iglesia más pobre y de los pobres”, nos está gritando su mensaje más importante a los cristianos de los países del bienestar.

sábado, 19 de noviembre de 2022

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (Ciclo C)

Primera lectura: 2 Sam 5, 1-3
Salmo Responsorial: Salmo 121
Segunda lectura: Col 1, 12-20
Evangelio: Lc 23, 35-43



Éste es el último domingo del año litúrgico, el próximo domingo comenzamos ya con la celebración del Adviento. Pero hoy celebramos la verdadera locura del cristianismo que, si se tomara en serio, nos haría ponernos de rodillas a todos para adorar la infinita grandeza de Dios.

Hoy celebramos la realeza de Cristo o, como describe pomposamente la rúbrica del Misal, la Solemnidad de Jesucristo Rey del universo.

Las instituciones humanas se tambalean. El domingo pasado, la constatación de las ansiedades y las angustias de nuestro tiempo, nos oprimía el corazón a todos, más o menos creyentes; por eso no nos disgustaría un bonito desenlace de la historia, con la llegada de los nuestros, del “séptimo de caballería” como en las películas del oeste de los años sesenta del siglo pasado. ¡Ya era hora! ¡Por fin! ¡Nos faltaba algo así! Cristo Rey…

¿Pero de dónde es rey este Jesús?

Mirar más allá

Las razones para el desánimo no faltan, y la frágil historia hecha de armas y de violencia, sigue dictando su ley. No han cambiado mucho las cosas en estos dos mil años de cristianismo, y el Reino de Dios parece ser un bonito proyecto que ha se quedado sobre el papel, una inspiración espiritual de algún soñador.

La fiesta de hoy, en cambio, es una provocación a nuestra fe tibia, que desafía a nuestra frágil cultura actual, a nuestro cristianismo miope hecho de pequeños proyectos.

Que Cristo es rey, quiere decir que Él tendrá la última palabra sobre toda la Historia, sobre cada historia y sobre mi historia personal. Decir que Cristo es rey, significa no rendirse a lo que parece una evidente derrota de Dios y del hombre, significa creer que el mundo no se está precipitando en el caos, sino en el abrazo tierno y fecundo del Padre. Decir que Cristo es rey, significa crear espacios de presencia del Reino allí donde estemos viviendo nuestra vocación a la vida, crear pequeños espacios que digan, como una publicidad, a los extraviados de corazón: ¡¡Eh, que Dios os quiere!!

Hoy es la fiesta en la que la comunidad cristiana mira hacia adelante, más allá, dentro y fuera de nuestros límites y de nuestros esfuerzos, porque la medida para juzgar si somos Iglesia, o no, es y será siempre la realización, o no, del Reino de Dios.

Un rey extravagante

La realeza de Jesús es, ciertamente, una majestad que contradice nuestra visión de Dios. Porque este Dios es el más derrotado de todos los derrotados, más frágil que cualquier fragilidad. Un rey sin trono y sin cetro, colgado desnudo en una cruz, un rey que necesita un cartel – INRI- para ser identificado. “Mi reino no es de este mundo”.

sábado, 12 de noviembre de 2022

DOMINGO 33º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera lectura: Mal 3, 19-20
Salmo responsorial: Salmo 97
Segunda lectura: 2 Tes 3, 7-12
Evangelio: Lc 21, 5-19


La finalidad de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar no es describir el futuro, sino darnos como creyentes fuerza y coraje para que podamos vivir con autenticidad el seguimiento de Jesús, en medio de las pruebas y dificultades, reconociendo el valor que tiene el tiempo presente.

Está claro que las cosas no van bien, lo sabemos de sobra. Los acontecimientos del mundo nos inquietan y mucho. La tragedia diaria e imparable de los emigrantes en todo el Mediterráneo, los millares de muertos que buscaban una vida mejor (unos 23.000 en los últimos 8 años); la guerra en Ucrania que es una catástrofe de consecuencias imprevisibles; la violencia fanática del extremismo islámico;  las olvidadas guerras en África que se eternizan, mientras Europa mira hipócritamente para otra parte; la economía mundial que no termina de activarse sino que empeora cada día; la mala política que hace huir de su entorno a las personas normales y honradas que desean un mundo mejor; un mundo occidental que se jacta de haber rescatado, en nombre de la libertad, cualquier forma de suicidio u homicidio: la muerte dulce, el suicidio asistido, la supresión de enfermos mentales. Una absoluta falta de humanismo que parece llevarnos a la destrucción.

Y no hablemos de las situaciones personales. Cada día, en el acompañamiento personal, en el confesonario, o por correo, me llegan realidades dolorosas, a las que a veces no sé cómo responder, pero que siempre llevo a mi oración de creyente. Confío al Señor a quien ha perdido a sus hijos o hermanos en la flor de la vida, o todavía creciendo; a quien sufre la ansiedad por un hijo con una enfermedad que nadie logra diagnosticar; el desaliento de quien estando perdidamente enamorado ve que ese amor se le escurre entre los dedos hasta dar al traste con su matrimonio, sin poder hacer nada… Vosotros mismo podéis ir añadiendo a la lista otras tantas situaciones personales que, sin duda, conocéis.

Se acabó el tiempo

En este penúltimo domingo del año litúrgico, el evangelista Lucas se dirige a su comunidad - y a nosotros - hablando de los últimos tiempos, que ya han comenzado con la resurrección de Jesucristo. No nos habla del final del mundo sino de la meta a alcanzar. No nos habla de una explosión destructora del cosmos sino de del sentido último de la historia.

sábado, 5 de noviembre de 2022

DOMINGO 32º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura:  2 Mac 7, 1 -2. 9-14
Salmo responsorial: Salmo 16
Segunda lectura:  2 Tes 2, 16 - 3, 5
Evangelio:  Lc 20, 27-38
   


 El levirato era una norma mosaica difícil de entender desde nuestra sensibilidad contemporánea. El sentido de pertenencia al clan familiar era tan fuerte en Israel, que un cuñado tenía que dar un hijo a la viuda del propio hermano, si éste moría sin dejar descendencia. El hijo nacido de esa unión habría de tomar el nombre del difunto, garantizando así una descendencia a la familia. Esta norma, todavía practicada en entornos ultra ortodoxos en Israel, da a los saduceos la ocasión de poner en dificultad a Jesús.

La ocasión nace de una discusión entre Jesús y los saduceos. (¡Dichosas discusiones en las que, hoy como entonces, se trata de engolar la voz para escuchar el propio ego mientras se habla y se presume de cultura, sin implicarse realmente en lo que se discute!)

Los saduceos, a diferencia de los fariseos, representaban el ala aristocrática y conservadora de Israel; consideraban la doctrina de la resurrección de los muertos una inútil añadidura a la doctrina de Moisés, que había crecido lentamente en la reflexión del pueblo y había sido formulada definitivamente sólo en tiempo de la revuelta de los Macabeos, de la que se habla en la primera lectura.

Así, entremezclando la teoría no compartida de la resurrección con la costumbre del levirato, le proponen a Jesús un caso paradójico y retorcido: la famosa historia de la viuda "matamaridos."

La viuda matamaridos

El caso es ridículo: una mujer queda viuda siete veces, y es dada en matrimonio a siete hermanos, (¡parece el título de un musical!) pero no consigue descendencia; ¿una vez resucitada, de quién será mujer?

Jesús desvía la cuestión a otro plano e invita al auditorio a no poner la mirada en una visión que proyecta en el más allá de la muerte, lo que simplemente son las ansiedades y los deseos de la vida terrenal.

Jesús propone una nueva dimensión: la resurrección, en la que Jesús cree, que no es la continuación de las relaciones terrenales sino una nueva dimensión, una plenitud iniciada y nunca concluida, que no destruye los cariños. No se trata de una reencarnación, hoy tan de moda. Somos únicos e irrepetibles ante de Dios, no somos reciclables, y la vida no es un castigo del que huir, sino una oportunidad para reconocernos y crecer siempre más, una oportunidad que nos empuja a tener la confianza puesta en un Dios dinámico y vivo, no embalsamado como una momia. En el reino definitivo de Dios nos reconoceremos unos a otros, pero seremos todos en el Todo.

¿Hallowen? No, gracias

Acabamos de celebrar la memoria de nuestros queridos difuntos, entremezclada con la espléndida y alegre Solemnidad de Todos los Santos.

Nuestro tiempo tiende a olvidar y a banalizar la muerte, a pesar de que cada día son mostradas decenas de muertos, verdaderos o simulados, en las pantallas de TV; en realidad, sólo reflexionamos sobre la muerte cuando nos toca el pellejo.

La fiesta de Hallowen, desembarcada prepotentemente en Europa y convertida -obviamente- en un excelente negocio, viene de una tradición anterior a la cristiandad y que el cristianismo ha “bautizado”, haciendo coincidir la fiesta celta del fin del verano – el Samain celta -, con la reflexión sobre el fin de la vida. El éxito de todo esto revela que nuestra catequesis y predicación cristiana sobre la muerte y la resurrección resultan inadecuadas a nuestro tiempo y pobres en lenguajes significativos y comprensibles. Pero Hallowen tampoco ayuda nada.