Vuelve el Adviento,
comienza el nuevo año litúrgico, el camino para prepararse y esperar la
Navidad, para convertir el corazón a la buena noticia de un Dios que viene a
comprometerse con nosotros. Eso significa que estaremos dentro de un mes
nuevamente a la mesa abriendo regalos y dándonos felicidades. Al menos quien
tenga alguien con quien sentarse y cuatro cuartos para comprar un regalo.
Si miramos alrededor, nos
vemos desorientados, como quién, después de una larga noche de batalla, ve el
resplandor de la aurora en el oriente. Estamos demasiado cansados para
alegrarnos. Hay demasiadas heridas para curar. Demasiada hemorragia de
esperanza como para tomar en serio las invitaciones a la alegría, tan poco
convencidas, que empezamos a ver en televisión. Llega la Navidad y nosotros
aquí en pleno campo de batalla política y social en tantas partes del mundo.
El Adviento es el único
instrumento posible que tenemos para resistir y sobrevivir a ese otro
nacimiento consumista y comercial. Necesitamos pararnos, al menos algún minuto,
y mirar adónde estamos yendo, necesitamos encontrar una cuerda en la que
colgar, como en una colada, todas nuestras vicisitudes. Hoy empieza el Adviento
y, sinceramente, lo necesitamos.
Anhelos
Son cuatro las semanas que
nos preparan para la Navidad, un espacio de salvación que se nos da para tomar
conciencia de nuestra vida. Un mes para preparar una cuna a Dios, aunque sea en
un establo. No estamos aquí para hacer un simulacro del nacimiento de Jesús,
porque él ya ha nacido en la historia y volverá después en gloria. Ahora se
trata de que Jesús nazca en mí, aquí y ahora. Ya.
En medio de la crisis de un
mundo en descomposición, en medio de la guerra, en medio de los miles de líos
que tenemos que afrontar cada día, arrancando con uñas y dientes un tiempo para
vivir con seriedad desde lo hondo de nosotros mismos.
Como cristianos hemos de cuidar cada vez más que nuestro modo de vivir la esperanza no nos lleve a la indiferencia o al olvido de los pobres. No podemos aislarnos en la religión para no oír el clamor de los que mueren diariamente de hambre, o en la fosa común del Mediterráneo huyendo de la violencia y de la tragedia humana de sus países. No nos está permitido alimentar nuestra ilusión de devota inocencia para defender nuestra tranquilidad de conciencia. Cuando el Papa Francisco reclama “una Iglesia más pobre y de los pobres”, nos está gritando su mensaje más importante a los cristianos de los países del bienestar.
Como cristianos queremos
prepararnos, necesitamos entender cómo podemos encontrar al Dios que se ha
hecho accesible, que se ha vuelto topadizo, que ha puesto su rostro en Jesús.
Queremos poder ver a este Dios entregado, rendido, patente y escondido a la vez
en las miradas y los rostros de tantos recién nacidos.
Ciertamente, son pocas
cuatro semanas para conseguirlo. Pero podemos intentarlo una vez más. Porque
podemos celebrar cientos de navidades sin que Dios nazca jamás en nuestros
corazones alguna vez.
Uno llevado, otro dejado
Jesús en el Evangelio cita
los acontecimientos simbólicos de Noé y nos dice que alrededor de él había un
montón de buena gente que fue arrastrada por el diluvio sin tan siquiera
enterarse. Por eso, nos invita a velar, a estar despiertos. Es lo mismo que
hace Pablo, exhortando a los romanos: hace falta despertarse, espabilarse y
actuar. Vestir las armas de la luz.
Jesús nos advierte: “a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán”.
Es decir, uno encuentra a Dios, el otro no. Uno se llena de plenitud y el otro
no se deja encontrar. Uno vive conscientemente, otro ni siquiera se plantea el
problema de la vida y de la fe.
Dios no impone su
presencia: es discreto, modesto, casi tímido. Su llegada es como la brisa de la
tarde. A nosotros se nos pide abrir el corazón, abrir los ojos y dejar que
nuestro profundo deseo aflore.
¿Cómo? Cada uno ha de ver
lo que más le ayuda a ello. Recortando un espacio diario para la oración, para
meditar la Palabra. Algunos logran cogerse un domingo por la tarde para hacer
un par de horas de silencio y oración, otros se desvían un poco para ir al
trabajo y entran en una iglesia. También ayudan los símbolos de la Navidad
cristiana: preparar un belén, adornar un
árbol, preparar y rezar con la corona del Adviento en casa, tener el corazón
puesto en los pobres…
Hagamos algo, aunque sea
algo pequeño, para preguntarnos si Cristo ha nacido en nosotros, para no
dejarnos atropellar por la avalancha de palabras, cosas y tragedias que cada
uno de nosotros vive.
“Buenismo”
Pero, para agravar nuestra
situación, no sólo tenemos que combatir el olvido, sino que, además, nos toca
luchar contra la falsa navidad.
No se entiende por qué una
fiesta espléndida, la fiesta que celebra la inaudita noticia de un Dios que
irrumpe en el mundo, se haya falsificado con la melaza del “buenismo” navideño.
La verdad es que cuanto menos cristianamente se vive la Navidad, más pringosa
parece.
La Navidad es un drama. Por
una parte, es la historia de Dios que se hace presente y, por otra, la del
hombre que está ausente. Verdaderamente no hay nada que celebrar, porque la
humanidad no quedó nada bien la primera vez que sucedió; más bien hizo un tremendo
papelón ante la llegada de Dios.
La Navidad es como un puño
en el estómago, es una provocación, un acontecimiento que obliga a definirse, a
tomar partido por Dios y su amor, o no.
La Navidad es la docilidad
de Dios que nos obliga a una conversión.
Después…, que vivan los
regalos, que viva la fiesta. Pero que sea auténtico lo que hacemos, que Dios -
al que festejamos - esté presente en nuestros hipercalóricas cenas, que
nuestros críos entiendan que es el cumpleaños del Señor, y que, por eso,
nosotros nos hacemos regalos y celebramos la fiesta.
Sin embargo…
Sin embargo, es
desalentador que la Navidad, para los auténticos pobres, para quienes han
padecido un abandono, un trauma, un luto, se haya convertido en una fiesta
odiosa e insostenible.
Frente a las imágenes
estereotipadas de la familia feliz alrededor del árbol, en armonía y con cantos
de ángeles, que nos proporcionan los medios de comunicación, los que viven con
los afectos destrozados y en soledad son invadidos por un insostenible dolor. Y
esto da una rabia infinita.
El Dios de los pobres, el
Dios que viene para los pastores (los marginados de aquel tiempo), el Dios que
no nace en el Templo de Jerusalén, sino en la cueva de Belén, es sustituido por
el dios pequeñito de nuestro “buenismo” hipócrita. Si los abuelos solos, si las
personas abandonadas, si los heridos de la vida no tienen un brinco de
esperanza en la noche de Navidad, significa que nuestro anuncio es ambiguo,
arrasado y reemplazado por un inútil mensaje de genérica paz que no compromete
a nada.
Dentro de cuatro semanas
celebraremos la Navidad. No juguemos a hacer un simulacro del nacimiento de
Jesús, porque él ya nació, murió, resucitó, y vive para siempre con nosotros.
El problema está en que
hayamos nacido, o no, a la vida de Dios y su amor. Oremos para que así sea
mientras preparamos el camino al Señor en el Adviento que comenzamos.
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